Entre pasado y futuro
En lo que a entender a las personas se refiere, lo pequeño y lo grande nos sirve. Un gesto nos puede abrir la puerta al inefable mundo del otro, pero también puede hacerlo entender su cultura o su historia. Ambos niveles se encuentran en la persona en una síntesis única entre su historia y espontaneidad única, entre su necesidad de adaptación y el impulso al crecimiento o la expresión de esa forma única de ser. Probablemente, entender lo más fielmente posible al otro implica aceptar que, a pesar de la fantasía de algunos, no somos mecanismos enteramente predecibles, sino organismos que nunca se terminan de entender, por definición; no respondemos invariablemente a la causa-efecto de manera lógica sino que es habitual que hagamos pequeñas variaciones, que “mutemos” nuestra conducta esperada con cierta frecuencia, en un intento tentativo de ir más allá, de crecer, de expandirnos.
La predicción que nos permite hacer lo que está establecido en nosotros, en nosotras (nuestras creencias, nuestros patrones, nuestra manera de ver el mundo…), convive habitualmente con el caos de lo que está por vivir, de lo que aparentemente no tiene un sentido al mirar al pasado pero que busca su sentido en el futuro. Nos vivimos normalmente en nuestro estado habitual y, a la vez, en nuestro deseo o impulso hacia adelante. Así que, para entender a alguien, para entendernos, es imprescindible incluir un apartado en el que sucede la improvisación, la contradicción, la incertidumbre, en el que, como observadores supuestamente respetuosos e implicados, no tratemos de apagar nuestras dudas con una nueva y artificial certeza, sino que esta se pueda mantener abierta. Y es que, “entendiendo” de esa manera a alguien, como algo definitivo, acabado, lo vemos más como un objeto fijo que a un sujeto viviente, cambiante.
A menudo ponemos mucha energía en entender al otro desde este marco de referencia, y nos seduce poder llegar a conclusiones como “eso le pasa porque es…”, o “todo lo que se puede esperar de alguien así es…”. Y es que, entender fielmente al otro, lejos de ser un proceso que pueda fijar una imagen del otro, es más bien la observación del movimiento, de sus inercias, del hacia dónde va, y, por tanto, es un verbo nunca acabado, que quizá debería ser utilizado siempre en gerundio: estamos entendiendo al otro constantemente a medida que se mueve por dentro y por fuera.
Y, si no hay un deseo secreto de controlar al otro, realmente no necesitaríamos entender “completamente” lo que el otro hace, piensa o dice. Quizá con hacerlo “suficientemente” ya baste, dejándole al otro la libertad de cambiar, dejando un espacio en blanco en el que también la relación pueda ir cambiando con el curso de los acontecimientos, y en ese espacio pueda escribirse un futuro flexible ajustado a lo que sucederá, más que a lo que sucedió.