«Sobre muchos sobrevivientes quedó esa idea tan perversa y pérfida de ‘algo habrás hecho para sobrevivir’»
Secuestro, ESMA, embarazo, tortura, exilio, rechazo, militancia, soledad... y un nombre, el de Silvia Labayru, militante de Montoneros, hija y nieta de militares, detenida durante la última dictadura argentina. La periodista Leila Guerriero la entrevistó durante casi dos años. El resultado de todo es «La llamada».
El 29 de diciembre de 1976, Silvia Labayru, de veinte años, hija y nieta de militares de alto rango, militante de Montoneros y embarazada de casi seis meses, fue secuestrada por un grupo de tareas de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura cívico-militar argentina. Pese a su estado, fue torturada. Aguantó las dos primeras sesiones de tortura para darle tiempo a huir a su pareja de entonces y padre de su hija, Alberto Lennie.
Estando cautiva en la ESMA, se encontró con sus suegros, Santiago y Berta, y la hermana menor de Alberto Lennie, Sandra, de 17 años, que fue torturada mientras fuera de esa sala Silvia Labayru sujetaba las manos de sus suegros. Todos ellos habían sido secuestrados para que dijeran dónde se encontraba Cristina Lennie, hermana mayor de Alberto y oficial montonera, quien el 18 de mayo de 1977 ingirió la pastilla de cianuro que llevaba consigo cuando un grupo de tareas de la Marina dio con su paradero. Labayru vio su cuerpo en la misma sala donde ella había sido torturada meses atrás.
Durante su largo cautiverio fue violada de forma sistemática por uno de los represores, Alberto “Gato” González y la esposa de éste.
Fue también obligada a hacerse pasar por hermana de Alfredo Astiz, quien fingiendo ser hermano de un desaparecido se infiltró en el incipiente movimiento de Madres de Plaza Mayo. Aquel operativo, conocido como el de la Iglesia de la Santa Cruz, se saldó con el secuestro, tortura y desaparición de tres madres, dos monjas francesas y siete allegados de desaparecidos y activistas de derechos humanos. Todos ellos fueron arrojados al mar en los llamados «vuelos de la muerte». Este hecho la marcó, estigmatizó y la persiguió tras su liberación y durante su exilio en Madrid. Gran parte de los exiliados le dieron la espalda bajo la sospecha de la delación.
En 2014, junto a la exdetenidas Mabel Lucrecia Zanta y María Rosa Paredes, presentó una denuncia contra Jorge “Tigre” Acosta y Alberto “Gato” González por violencia sexual. El juicio comenzó en octubre de 2020. En agosto de 2021 fueron condenados a 24 y 20 años de prisión, respectivamente, por los delitos de abusos sexuales y psicológicos, manoseos, tocamientos y violaciones.
El Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°5 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires consideró que los hechos juzgados constituían crímenes de lesa humanidad. Por primera vez se juzgaba y castigaba la violencia sexual como delito autónomo de las torturas y se comprobó que las violaciones ocurrieron tanto dentro de la ESMA como en lugares fuera del centro clandestino de detención.
En marzo de 2021, Labayru dio su primera entrevista en cuatro décadas. Lo hizo al diario argentino “Página 12”. El fotógrafo Dani Yako, amigo de ella, le envió a su también amiga y periodista Leila Guerriero dos mensajes por Whatsapp. El primero contenía un link a la pieza de “Página 12”. El otro, una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».
A partir de ahí se fue tejiendo “La llamada”, un perfil con múltiples ángulos, matices, voces, luces y sombras de «una exmilitante secuestrada con una historia impresionante», subraya en entrevista con 7K Guerriero, quien integró el jurado de la última edición de Zinemaldia. Para este trabajo acumuló a lo largo de casi dos años más de 97 grabaciones de entrevistas con Labayru, pero también con excompañeros suyos de militancia, de cautiverio, del Colegio Nacional de Buenos Aires, exparejas, su pareja actual, sus hijos, Vera -nacida en la ESMA- y David, y amigos.
«La historia de ella es muy sólida, no es una historia reduccionista en términos de ‘buenos y malos’. Por supuesto, los más malos de todos fueron los militares, eso está clarísimo, fue terrorismo de Estado. Pero en el resto, las pasiones humanas, las infidelidades, lo que cada uno hacía dentro de la organización, el manejo de los vínculos con el otro… hay un montón de sombras y de luces todo el tiempo», incide Guerriero.
Sobre el título del libro, editado por Anagrama, explica que hace referencia a una llamada que posiblemente le salvó la vida a Labayru. Un 14 de marzo de 1977, embarazada de ocho meses, le llevaron a la oficina del “Tigre” Acosta. Este le dijo que iba a hablar con su padre, Jorge Labayru, quien se había hecho a la idea de que su hija estaba muerta.
«Señor Labayru, le quiero hablar de su hija», dijo Acosta. La respuesta que recibió al otro lado del teléfono fue contundente y desconcertante: «¡Ustedes montoneros, hijos de puta, son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Vengan que los voy a cagar a tiros, montoneros de mierda! ¡Soy anticomunista, antiperonista y antimontonero, hijos de puta, hijos de puta!». Acosta colgó y la miró desconcertado: «¿Entonces tu padre es uno de los nuestros?». Volvió a llamarlo y Silvia le comunicó a su padre que en unos días nacería su hijo o hija y que se lo entregarían. Tras su salida del campo de concentración en junio de 1978, Silvia y su padre festejaron esa llamada. Cada 14 de marzo, Jorge Labayru llamaba a su hija y si él estaba en Madrid cenaban juntos.
¿Por qué debía ser contada la historia de Silvia Labayru? ¿Qué le llamó la atención de aquella entrevista de «Página 12»? Hay un montón de singularidades en el caso de Silvia. Fue una de las tres primeras mujeres que hicieron un juicio por agresión sexual a sus violadores militares. Hasta ese momento, la violencia sexual se encuadraba dentro de los demás tormentos -torturas, golpes, simulacros de fusilamiento...-, no se consideraba un delito aparte. Ella fue quien accedió a aparecer públicamente.
Otras singularidades son que siendo tan joven trabajara en inteligencia de Montoneros -no era algo usual trabajar en la parte de inteligencia de una organización armada a los 18 años-, que la secuestraran embarazada de cinco meses, que diera a luz durante su cautiverio en la ESMA y que su hija fuera entregada a sus abuelos maternos en vez de ser apropiada por los militares, o que la suya sea una familia repleta de militares -aunque había muchos militantes de izquierda que no solo provenían de familias de clase muy alta, sino también de militares-.
Y, por supuesto, que fue obligada por los militares a acompañar a un represor totalmente macabro como Alfredo Astiz a la infiltración que organizaron los marinos en el incipiente grupo de Madres de Plaza de Mayo. La obligaron a simular que era la hermana de Astiz, quien se presentó ante las Madres con el seudónimo de Gustavo Niño diciendo que buscaba a su hermano desaparecido. Aquella infiltración derivó en el secuestro y desaparición de tres madres, dos monjas francesas y varios familiares de desaparecidos.
Ese estigma la persiguió hasta su exilio en España y fue repudiada por sus propios excompañeros de militancia.
Como periodista, me sentí un poco mal de no haber conocido su historia hasta que nuestro amigo en común, Dani Yako, me envió el artículo de “Página 12”. En la medida en que la fui entrevistando descubrí otras tantísimas cosas que hicieron que lo que yo creía iba a ser un artículo largo terminara siendo un libro. Hablando con ella y otras mujeres que estuvieron en la ESMA me di cuenta de que los testimonios de los sobrevivientes no están en la conversación pública.
Es una mujer muy inteligente, con muchísima apertura, habla sin miedo de un montón de cosas, algo que no es muy usual. Tampoco es usual que una persona que sobrevivió a una cosa así esté tan dispuesta a hablar de tantas cosas, incluso haciendo críticas fuertes a su propia organización. Tiene una enorme contundencia. Sobrevivientes de la ESMA no hay tantos. Todas las historias son interesantes, pero la de Silvia tiene muchas singularidade
Sobre las violaciones sufridas, Labayru lanza la siguiente reflexión: «¿Fue una violación aunque hubiera placer? Por supuesto que sí». ¿Cree que esta postura está asumida e interiorizada por la sociedad? Silvia lo pone como un caso extremo. Muy valientemente se atreve a llevar la vara mucho más allá y decir: ‘y si pasa esto, aun así es una violación’. Yo creo que eso está todavía muy lejos de poder discutirse en sociedad. También está muy lejos de ser aceptado por la sociedad el hecho de que sea una violación si una mujer no se resiste de una manera feroz.
Fíjate lo que pasó con el «caso de la manada» o con la chica que denunció la violación del jugador de fútbol Dani Alvés. Lo primero que hizo fue renunciar a pedir ningún tipo de resarcimiento económico aun cuando le corresponde, como para quitar del campo cualquier sospecha de que estaba buscando algún escándalo para ganar dinero.
Hay mucha más conciencia que antes, pero todavía la sospecha recae sobre la persona que ha sido víctima de una violación. Esta idea de que una violación debe ser una cosa físicamente muy violenta, de que la mujer tiene que acabar destrozada, golpeada, magullada y qué sé yo, sigue siendo un poco la idea de violación que tiene la mayor parte de la sociedad. Esa es la sensación que me da. Incluso a Silvia le costó mucho dar testimonio en el juicio a pesar de lo mucho que ha trabajado. Las preguntas de los jueces y el fiscal fueron muy inapropiadas. Si una mujer dice: ‘Si lucho me van a matar, en vez de detener la violación estoy exacerbando al violador’, no es visto como una violación. Es muy complejo. Sería muy difícil hacer una campaña sobre eso, no hay ningún tipo de concienciación. ¿Cómo le transmites a la gente esta complejidad? Lo primero que se hace es decir: ‘Pero si subió con él a la habitación del hotel, ¿no sabía lo que le iba a pasar?’.
Además, Silvia Labayru no tenía otra opción, estaba en la ESMA. Así es. Silvia no se fue con nadie a ningún lado. No tenía ninguna posibilidad de decidir nada. Estás cautiva, secuestrada en un lugar que nadie conoce salvo unos pocos familiares, y tu hija, tus padres y tus suegros están bajo vigilancia de los militares. ¿Qué vas a decir?
Labayru no es una víctima al uso. ¿Se deja a las víctimas dejar de serlo cuando quieren? ¿El papel de víctima puede convertirse en una segunda condena? Cuando empecé a hablar con ella me atrajo mucho su compleja personalidad. Ella rechaza profundamente que la palabra ‘víctima’ sea la que la defina. Algo comprensible. Cada uno hace con su pasado lejano o inmediato lo que puede.
En los medios tendemos a transformar a la víctima en una especie de mártir. Además, debe ser un mártir puro. Y una víctima tiene todo el derecho a ser una persona con mal humor o tacaña… no tiene porque ser un dechado de virtudes; no son santas ni perfectas.
Hay una tendencia a dejar a la víctima en ese rol y que la etiqueta de víctima sea lo que prime en su vida. Silvia no se dejó nunca encasillar en ese rol. Hay que pensar también que son cosas sumamente traumáticas que marcan mucho la vida de una persona. Hay gente que puede salir de ese canal y hay quienes no pueden y se quedan muy estancados en eso. También hay una especie de exigencia social acerca de que hay una manera de ser víctima, y esa manera de ser víctima parece ser que siempre tuviera que ser víctima for ever. Y Silvia se rebela mucho ante esa idea.
Me interesaba pintar esa complejidad, mostrar las contradicciones. No es una persona en absoluto lineal, por eso me resultó tan atractivo su perfil. En lo personal me gusta lo difícil, lo que se traduce en mi escritura.
Esta historia es muy difícil también desde el punto de vista del reportero porque había que tener delicadeza a la hora de hacer algunas preguntas, aunque he de decir que ella tiene entereza y aplomo y abre tanto el campo para que una pregunte lo que sea… Y cuando digo lo que sea es lo que sea. Pero quería ir con cuidado para evitar que pensara que le hacía ciertas preguntas por morbo o para armar una escena sensacionalista.
Se calcula que por la ESMA pasaron cerca de 5.000 detenidos desaparecidos. Solo unos pocos sobrevivieron tras su paso por este centro clandestino de detención. El sobreviviente queda marcado y es visto con cierto resquemor y sospecha. Sobre el sobreviviente sobrevuela la pregunta de por qué lo dejaron salir vivo. ¿No ve en ello otro esquema perverso por parte de los militares? Es muy cierto eso que dices, pero no sé si los militares lo hicieron de manera consciente; no los creo capaces de esa pequeña estrategia, digamos. Era tan arbitrario el hecho de que soltaran o no a alguien; había una cantidad de factores que debían confluir para que alguien no terminara muerto o asesinado. Lo hicieran conscientemente o no, fue algo efectivo, sobre muchos sobrevivientes quedó esa idea tan perversa, pérfida de ‘algo habrás hecho para sobrevivir’.
El tema de la culpa del sobreviviente de Auschwitz está muy escrito e investigado. Pero sí fue un estigma que aniquiló a mucha gente; sobre ellos pesaba una condena sospechosa. En el caso de Silvia, todavía mucha gente no está dispuesta a deponer esas sospechas o a cambiar de idea en relación a lo que se hizo durante el cautiverio. ¿Qué se esperaba que debía hacer Silvia? ¿Dejarse matar? Pero, te repito, no sé si fue un cálculo o si fue una especie de adenda que les salió bien. Una perversión atroz. Era como largar -liberar- a alguien para que siguiera padeciendo.
Tras escribir el libro y todas las entrevistas que ha realizado, ¿qué reflexión hace sobre aquella militante de la década de los 70? Yo solo sé que no hice un libro sobre los años 70 ni sobre las organizaciones armadas. No me interesaba hacer ese libro. Hay colegas que se pasaron veinte años estudiando la cosa y han escrito grandes libros sobre el tema. No quiero ser yo la voz que señale.
Pero en el libro también se sugiere un componente de clase. Me viene a la mente el caso de María Magdalena y Graciela Alicia Beretta, dos hermanas montoneras que no pudieron escapar pese a saber que estaban marcadas por los militares por no tener medios y porque eran el sustento principal de sus padres. La propia Labayru señala que Astiz sentía «una especie de fascinación. Porque, en cierta forma, me veía como que yo era de su clase. Me decía que pertenecíamos a mundos muy distintos, pero que si me hubiera conocido en otro contexto...». Sí, por supuesto. Si Silvia hubiera querido, hubiera podido irse de Argentina. De hecho, quería irse y quince días antes de su plan la secuestraron. Ella tenía los medios. Su padre -piloto de aviación civil- la hubiera sacado en un avión. Ella siempre me decía: ‘Qué habría sido de esos dos pobres viejos que dependían de sus hijas para vivir, para comer’. En ese sentido, Silvia es muy crítica con la organización de la que formó parte.
En el libro también habla otra gente que defiende la ideología de esos años, como su expareja Alberto Lennie, quien dice que no eran ‘unos tontos, realmente creíamos en lo que creíamos y teníamos otra idea de lo que significaba estar en el mundo, otra idea de sociedad y de todo’.
Marta Álvarez, quien falleció recientemente, me dijo: ‘Imagínate mi marido -militante desaparecido-, los padres le dejaron un departamento en herencia, lo vendió y donó el dinero a la organización. ¿Cómo no les íbamos a dar el departamento si estábamos dispuestos a darles la vida?’. Había una convicción muy fuerte y hubo gente que realmente hizo cosas muy extremas con gran convicción. Se puede decir que era una convicción equivocada, que la violencia no es el camino y qué se yo. Pero incluso Silvia tenía la convicción de querer hacer cosas o de querer un mundo distinto. Lo hizo, y lo hizo de una manera muy gallarda. Ahora se ríe un poco de ella misma, pero era la que mejor tiraba las bombas molotov, la que mejor entraba a los lugares… el orgullo de militante.
En la narración, usted adopta un papel activo. ¿Por qué toma esta decisión? Me interesaba exponer todas las preguntas que yo tenía en torno a esta historia. Me parecía lo más honesto que podía hacer y la única manera en la que podía abordar una historia tan compleja como esta. Dejar en evidencia las fallas de la memoria de los demás, dejar lugar a toda esa zozobra de la memoria ajena, las contradicciones, cómo señalarlas, subrayarlas, no dejar pasar ningún detalle de las respuestas o de las palabras de los entrevistados a la hora de responderme. No quería darle un territorio demasiado firme al lector.
La historia de ella es muy sólida, no es una historia reduccionista en términos de ‘buenos y malos’. Por supuesto, los más malos de todos fueron los militares, eso está clarísimo, fue terrorismo de Estado. Pero en el resto, las pasiones humanas, las infidelidades, lo que cada uno hacía dentro de la organización, el manejo de los vínculos con el otro… hay un montón de sombras y de luces en todo.
Me interesaba mucho señalar cómo la gente lidia con ese pasado, que tampoco es tan lejano, son 40 años. Quería que esas cosas no pasaran desapercibidas y decirle al lector: ‘Acá, donde no hay una versión tan clara de los hechos, yo tampoco estoy segura’; Mire, acá estoy siendo cruel con la entrevistada porque necesito la información y en algún momento necesito sentarme con ella a hablar de determinados temas, pero yo soy consciente de que el oficio me está empujando a una crueldad que solo lo hago porque ella lo tolera.
¿Como periodista, cómo se prepara para hacer preguntas difíciles sobre temas como la tortura, las violaciones….? Debes llegar con el entrevistado a un grado de confianza en el cual no piense que le estás preguntando por puro morbo, sino realmente por interés. No me preparé específicamente. Dejaba que la conversación fluyera más allá de que había conversaciones en las que yo sabía cuál era el objetivo de ese día. Si te preparas demasiado, se torna en una situación muy rígida y el otro se pone rígido también. Lo mejor es la soltura, la solvencia que te dan los años de haber entrevistado a mucha gente, de haber visto muchas cosas, muchas maravillas, muchas miserias, mucha hostilidad, mucha vergüenza, mucho todo. Los periodistas vemos de todo: hechos horribles y personas maravillosas. Con confianza y ver hasta dónde está dispuesto a llegar el otro. Uno sabe que a veces daña con alguna pregunta, pero la tienes que hacer. Ahora, no eres una persona como periodista y otra como persona privada. Uno se lleva a sí mismo puesto todo el tiempo. Está en ti ver si estás haciendo un daño espantoso, y si te das cuenta de que lo estás haciendo, ¿hasta dónde lo llevas? Si dejas que sea el otro quien pone el límite, aunque veas que se está destrozando, o pones el límite antes.
¿Por qué sigue despertando interés todo lo acontecido en la década de los 70? El libro ha tenido muy buena acogida. Es un poco difícil responder por qué. En España, por ejemplo, siento que hay muchas cosas de las que no se habló, en tanto que en Argentina hay una historia de hablar de estos temas. Pero la historia de los sobrevivientes no está presente en la conversación pública en Argentina. Parece haber muchas cosas por conversar todavía. Me parece muy saludable que se vean documentales, películas y se lea sobre eso, porque revisar el pasado y no echarle una capa de tierra y dejarlo bajo la alfombra es la manera de que las cosas horribles del pasado no vuelvan a suceder. Aunque no sé si todo el mundo va a una sala de cine con esa idea, con la de ‘me voy a sentar a tomar conciencia’.
Fue un momento muy horrible, oscuro y amargo para América Latina, como lo fueron otros momentos horribles y amargos para la humanidad. Eso siempre es una historia que, por un motivo u otro, siempre queremos volver a ver, cómo queremos volver a ver una buena película sobre la batalla de Dunkerque, Auschwitz o sobre estas atrocidades. Creo que hay algo muy universal en esas historias y tiene que ver con la idea de que el hombre es un lobo para el hombre. No está mal que cada tanto nos recuerden con obras de calidad, no morbosas, cuán lobo para nosotros mismos podemos ser. Son historias que están un poco en la naturaleza humana.
¿Qué le ha aportado «La llamada»? Todos los libros dejan algo. Por suerte, ha tenido mucha repercusión. Como me pasa con todos, después de escribirlo me dejó un vacío enorme, con la sensación de no tener nada más que decir hasta que empieza a surgir una nueva idea.