Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Destino

(Getty)

Más allá de entrar a discutir sobre si este existe o no, más allá de intentar dirimir si nuestras acciones son realmente libres o si somos solo fruto de nuestro contexto histórico y actual, sí cabe en estas líneas preguntarse hasta qué punto invitamos al mundo a relacionarse con nosotros de una determinada manera.

Es de todos sabido que nuestra percepción del mundo está mediada por nuestras experiencias previas, que vamos a esperar del mundo aquello que ya nos ha mostrado. Somos quienes somos más allá de nuestras decisiones y capacidades individuales. A grandes rasgos, pero también a ‘pequeños’ rasgos, si podemos decirlo así.

¿Hasta qué punto invitamos sin darnos cuenta a los demás a reaccionar de un cierto modo a lo que les mostramos de nosotros mismos, de nosotras mismas? Si yo le guiño un ojo a alguien, conscientemente, por supuesto que voy a estar invitándole a un tipo de reacción; pero si le miro con el ceño fruncido sin darme cuenta, quizá también le estoy invitando a otra. Nuestras creencias sobre nosotros mismos, los demás o el mundo en general son guías que nos orientan pero también nos limitan. Así como el algoritmo informático de nuestras búsquedas en internet o en las aplicaciones va restringiendo el tipo de información que nos encontramos en torno a nuestros intereses -y no otros-, nuestras creencias pueden también condensar nuestra propia percepción del mundo en torno a un núcleo egocéntrico. No necesariamente porque nos creamos mejores que nadie o porque hayamos elegido entre todo lo que podríamos creer, aquello que usamos para orientarnos cognitivamente, sino simplemente por repetición y confirmación.

Nuestra mente está constantemente comprobando patrones aprendidos, contrastando la experiencia nueva con la antigua, con la conclusión previa. Si tenemos suerte y estamos en disposición, quizá dudemos lo suficiente como para ser libres de escoger la mejor opción en el momento pero, si no, quizá no sintamos disonancia alguna ante las cosas complejas e inciertas, quizá no sintamos la necesidad de crear nada nuevo o de pedir nada distinto.

Cuando confirmamos una y otra vez lo que creemos previamente, es fácil llegar a la conclusión de que no tenemos opciones, que no hay salida, o, en otras palabras, que tenemos un destino marcado. Entonces, las cosas pasan a ‘ser’ de una manera, y lo que es no se puede cambiar fácilmente, a no ser que hagamos algo para que deje de ‘ser’, o sea, que lo destruyamos. Entonces las angustias crecen, claro. Si la única opción para cambiar las cosas es destruir o destruirnos, terminar, el miedo nos atenaza, claro.

Entonces es cuando, como decía Hitchcock cuando percibía que la historia de un guion se perdía, «hay que volver sobre los pasos, hasta el lugar donde nos perdimos, en lugar de intentar buscar, a machetazos, un nuevo camino, sin rumbo». Quizá nos queda dar pasos atrás y hacer nuevas invitaciones a los de nuestro alrededor, tener conversaciones sobre lo que no hemos hablado hasta ahora, probar cosas nuevas, dudando de su resultado. Quizá la duda sea el antónimo del destino.