El pequeño triturador
Circula con notable éxito el vídeo de un chaval australiano de 9 años que saca una cabeza de estatura a sus compañeros y les dobla en peso. Se trata de un compendio de sus mejores jugadas en partidos de rugby. Una vez tras otra, Meeaalofa Te’o, que así se llama la criatura, agarra el balón y cruza el campo llevándose por delante todo aquello que se le pone en medio.
Quizá sea porque el fin de mis siempre cortas vacaciones me ha dejado el carácter más avinagrado que el del dickensiano Ebenezer Scrooge, el que odiaba la Navidad, pero no le pillo el punto.
El protagonista no aprende nada ni mejora sus destrezas, sus compañeros pasan de seguirle porque ya saben que no la van a oler y los rivales prefieren evitarle ante el riesgo de morir aplastados. Nadie aprende ni se divierte. Lo que necesita ese niño es compañeros y rivales de su talla, independientemente de la edad. Lo del vídeo es como ver a Tyson con mi hija en un ring.
Y conste que soy muy crítico con la filosofía del deporte escolar, al menos en Gipuzkoa, que es lo que conozco. Pienso que, en aras de una falsa igualdad, se desmotiva a los niños y niñas en esfuerzo por mejorar, «total para qué si voy a jugar lo mismo».
Aborrezco eso de que da igual ganar o perder. Los resultados sí me parecen importantes para aprender a manejar tanto la victoria como la derrota. Pero también es relevante el camino, que ese resultado sea fruto de la mejora de las habilidades individuales y colectivas.
Doctores en educación, pedagogía o sicología tiene la madre iglesia. Yo me limito a gruñir, a ver si cuela y me amplían las vacaciones.