Alberto PRADILLA
PERFIL

Auge y caída del carné número 3 del PP a la que los suyos abandonaron a medias

Su paso lacónico a través del patio del Congreso durante la sesión que inauguró la legislatura hace menos de una semana es el símbolo de la decadencia. Abandonada por los suyos, mendigando cariños («Margui, que no me has saludado», le dijo ante las cámaras al exministro de Exteriores, José Manuel García Margallo) y convertida en una paria, Rita Barberá falleció ayer en Madrid cuando atravesaba, probablemente, una de las peores etapas de su vida. Su caso simboliza lo implacable de la lógica política, donde uno puede estar en la cúspide durante décadas y terminar como un lastre al que sus excompañeros, que podrían tener el mismo pecado, no dejan caer únicamente por lo que sabe y calla. El tránsito que lleva de ser la «alcaldesa de España» al exilio en el Grupo Mixto del Senado es el descenso a los infiernos de una política imbatible en las urnas, soberbia hasta la infamia con sus adversarios, que actuó como si fuese intocable y sin la cual no se puede entender un modelo de desarrollo, el de los años 90 del siglo XX y la primera década del XXI, que ha terminado deslegitimado por los efectos de la crisis.

Para comprobar hasta qué punto Rita Barberá es una figura clave para el PP basta con revisar su carné de afiliada. Hasta que abandonó el partido, hace dos meses, la exalcaldesa de València presumía de ser la afiliada número 3 de la formación. Vamos, que estaba en Génova antes de que se levantasen las oficinas. Admiradora de un franquista como Manuel Fraga, su carrera está ligada a Alianza Popular, antecesora del PP, desde 1976, cuando ayudó a fundar la formación. No sería hasta 15 años después, en 1991, cuando hizo con la Alcaldía de Valencia. Desde allí hizo y deshizo a su antojo, no solo en la capital, sino también en el País Valencià y el Estado. Como recordaba ayer la periodista Lucía Méndez, de «El Mundo», es probable que José María Aznar no hubiese sido el mismo y tampoco Mariano Rajoy. En aquellos tiempos en los que Barberá arrasaba, nada podía edificarse sin pasar por el Mediterráneo. Tampoco la derecha.

Los años dorados de la cultura del «pelotazo» en València son los momentos estelares de Barberá y uno de sus grandes compañeros, Francisco Camps, por aquel entonces presidente de la Generalitat del País Valencià. La estrategia era clara: como proyecto de «desarrollo», obras faraónicas y grandes eventos como la Copa América de vela o la visita del papa Benedicto XVI en 2006 (que luego serían puestos bajo sospecha por supuestas tramas corruptas). En el ámbito social, un discurso profundamente nacionalista (español, claro está), anticatalán, conservador, pero con gran capacidad de seducción («populismo», le llaman ahora). No se olvide que en 2007 llegó a imponerse en las elecciones municipales con un 55%. Una fortaleza en las urnas que Rajoy aprovecho también para sus propios intereses. En 2008, tras la segunda victoria de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE), el líder del PP se encontraba en su peor momento interno. Su liderazgo, nombrado a dedo por Aznar, estaba siendo cuestionado por Esperanza Aguirre y el autodenominado «sector liberal». Sin el apoyo explícito de Barberá y su plaza fuerte de Val&bs;ència, es posible que Rajoy nunca hubiese asaltado La Moncloa.

Su suerte comenzó a torcerse hace cinco años. Seguía al frente de la Alcaldía pero el nombre de Barberá empezó a aparecer vinculado no a grandes inauguraciones sino a las consecuencias y los pelotazos provocados por aquellas obras faraónicas. Algo olía a podrido en el País Valencià, donde el PP fue capaz de presentar una lista en la que un tercio de los candidatos estaba imputado por algún delito económico. Por aquel entonces, la exalcaldesa era capaz de esquivar las balas. No por mucho tiempo. Las tramas Gürtel y Noos le pasaron cerca. Pero finalmente fue el «caso Taula», que investiga la supuesta financiación irregular del PP, la que terminó por sentarle en el banquillo. Para entonces, además, había perdido el despacho de alcaldesa, después de que Joan Ribó, de Compromís, le arrebatase la vara de mando. Atrás quedaban 24 años al frente del Ayuntamiento y escenas grotescas como la del «caloret» y su falta de respeto al catalán o indecentes como los aspavientos y las burlas con las que respondió a los familiares de las víctimas del accidente de metro de València que protestaban durante la Mascletá. Casi nada.

Tras su fallecimiento, como el Cid Campeador que ganaba batallas hasta muerto, Barberá puede hacer un último servicio a un PP asediado por la corrupción. Los mismos dirigentes que, al menos en público, le habían dado la espalda, insinuaban ayer que la presión a la que había estado sometida podría estar detrás de su óbito. Un intento de poner un cortafuegos a las acusaciones de corrupción aprovechando el «shock» emocional que siempre provoca un deceso. Sus afines siempre podrán decir que nunca le condenaron.