Irati Jimenez
Escritora
JO PUNTUA

Gorda

Decía Morgan Freeman que odia la palabra homofobia porque no describe una fobia. «Usted no está asustado. Usted es un capullo». Algo parecido me ocurre a mí con la palabra gordofobia. No me gusta. Las personas gordas nunca han sido una minoría oprimida ni la gordura ha supuesto causa objetiva de discriminación, persecución o castigo. Por eso me preocupa la emergencia del término gordofobia en los nuevos feminismos. Porque, equiparado al de homofobia, corre el riesgo de ser gravemente injusto.

En mi opinión, a las mujeres se nos llama gordas como se nos llama putas. Para marcarnos, para minusvalorarnos como interlocutoras políticas –aquí la derecha española podría dar clases de no tener clase–, para humillarnos, para intentar destruirnos. Se nos llama gordas como se nos llama flacas, ridículas, celulíticas, tetonas o viejas. En lugares y de maneras que a los hombres jamás. Y por el mismo motivo: machismo. Por eso mi madre sufrió de niña como flaca lo que yo después como gorda. El canon cambia –también ahora, gracias al empuje de los feminismos–, pero la idea de que el cuerpo de las mujeres está a disposición de quien quiera criticarlo es una de las programaciones más profundas y resilientes de nuestra desigual cultura de género.

Por eso, cuidado con hablar de gordura o de gordofobia porque el objetivo feminista no es acabar con un canon determinado de belleza, sino con los marcajes machistas y con nuestra vulnerabilidad cuando nos atacan desde ahí. Conviene recordar que el feminismo es un movimiento de liberación y que su objetivo de transformación social pasa por darnos las herramientas para sanar las heridas patriarcales y acabar con las programaciones que nos han inculcado para detener nuestros avances. Desde esa responsabilidad personal tenemos que escuchar lo que nos dicen cuando nos llaman gordas, putas o viejas. Para confrontarlo, desprogramarlo e incluso ignorarlo.