Mikel Zubimendi
PROPUESTAS PARA GRAVAR A LOS ROBOTS

¿Hacia un nuevo Impuesto sobre la Renta de los Robots Físicos?

Ante el ineluctable proceso de robotización, en el imaginario colectivo se abre amenazante un horizonte de una gran crisis de paro global. Sea justificado o no ese miedo, aumentan las voces que proponen regular el estatus de los robots e imponerles obligaciones contributivas propias para evitar una profundización de las desigualdades sociales.

El fundador de Microsoft, Bill Gates, abrió el baile en una reciente entrevista concedida al medio digital Quartz cuando declaró que los robots deberían ser gravados para ayudar a los humanos a conservar sus puestos de trabajo. El candidato del Partido Socialista a la Presidencia francesa, Benoît Hamon, también se ha mostrado favorable y el Parlamento Europeo ha aprobado un informe para reclamar a la Comisión una legislación específica sobre robots. El menú está servido en forma de titulares, preguntas y un debate con cada vez más participantes.

¿Deben los androides que sustituyen a trabajadores cotizar por el trabajo que desempeñan? ¿Significa eso gravar el desarrollo tecnológico? ¿Frenará la destrucción de empleo? ¿Cómo se calcula ese impuesto, en concepto de qué si no hay educación, pensión o salud para los robots? ¿A qué se dedicaría la recaudación? ¿A financiar la renta de garantía de ingreso universal? Preguntas que resuenan como mazos y que no tienen una fácil respuesta.

El futuro tiene un problema, es desconocido, lo cual no impide seguir intentando adivinarlo. La automatización es un proceso histórico que, cuando vienen bien dadas, es alabado y, cuando vienen mal dadas, es el villano favorito de muchos analistas. Siempre ha venido de la mano de rupturas más o menos traumáticas. Con los robots modernos no conocemos cuán inmediata es su amenaza; quizá no exista o sea más llevadera de lo que lo que muchos auguran. Pero nadie duda de que la Cuarta Revolución Industrial ha llegado ya y que la principal diferencia con las anteriores es la velocidad del cambio.

La primera respuesta suele ser la de la ansiedad, desechar las preocupaciones, considerarlas sobreestimadas. Toda nueva tecnología destruye empleos, pero también crea otros, suele decirse después; por tanto, calma, que todo terminará bien.

Quizá sea así pero, con todo, ahí sigue la cuestión. El rápido desarrollo de la robótica ha incrementado la preocupación pública sobre una imparable sustitución de los trabajadores en beneficio de los robots, y no solo en las plantas de fabricación. Estas creaciones capaces de actuar de forma autónoma con su inteligencia mecánica o artificial pueden hacer nuestra vida mucho más fácil,; de hecho ya aspiran las alfombras, realizan cirugías, arreglan fugas de petróleo o construyen coches.

Pero el horizonte de una gran crisis de desempleo global se hace más amenazante. Parece un miedo justificado. Desde la directora del FMI, Christine Lagarde, hasta el expresidente de EEUU Barack Obama han avisado de una próxima ola de deslocalización de empleos que no llegará de ultramar, sino de un implacable ritmo de la robótica, que hará que muchos y buenos empleos de clase media se vuelvan obsoletos.

Restaurantes automatizados sin cajeros ni interacción social o supermercados sin empleados, solo con robots, sensores y cámaras conectados al móvil no son ciencia ficción, sino realidades que compañías como Eatsa, McDonald’s, Amazon, Tesla o SpaceX están construyendo sin pausa. Foxconn, el mayor fabricante de equipos de Apple, ha comenzado ya a utilizar robots a gran escala, lo que ha conllevado una pérdida masiva de trabajadores. Igualmente temida es la aplicación cada vez mayor de la inteligencia artificial, que puede hacer que muchos profesionales, incluidos los analistas financieros, terminen en el paro. Por ejemplo, la compañía de seguros japonesa Fukoku acaba de despedir al 30% de su plantilla y sus puestos serán cubiertos por máquinas con inteligencia artificial.

A este respecto, Elon Musk, físico y empresario sudafricano fundador de Tesla Motors, PayPal o SpaceX, no se anda con chiquitas. Lleva tiempo advirtiendo de que o los humanos se fusionan con las máquinas o la inteligencia artificial los hará irrelevantes, mientras recuerda que los ordenadores se pueden comunicar a trillones de bits por segundo y los humanos solo pueden hacerlo a unos diez bits por segundo. Incluso habla sin ambages de cómo una inteligencia artificial malevolente podría causar la extinción de la especie humana.

Conjeturas al margen, lo cierto es que la robótica está creciendo exponencialmente. Ya se habla de una auténtica carrera por introducir robots en la que Asia va a la cabeza: China, Corea del Sur y Japón instalan más robots en los procesos de fabricación que la suma del resto del mundo.

La evidencia indica que la forma en la que concebimos el trabajo va a sufrir un cambio radical. Ya se plantean escenarios y regulaciones para cambiar su estatus, para añadir reglas y una serie de derechos y obligaciones. El Parlamento Europeo ha aprobado un informe que ayudaría a crear un marco regulador para los robots y los sistemas de inteligencia artificial.

Se persiguen dos objetivos: dotar de «derechos humanos» a los robots y que estos tengan que pagar impuestos como cualquier otro trabajador. Según la diputada socialdemócrata luxemburguesa e impulsora de este debate, Mady Delvaux, al reflexionar sobre un futuro a caballo entre la alta tecnología y la ciencia ficción «no se le puede poner un impuesto a todos los robots, hay que decidir a cuáles».

El texto que adoptó el Parlamento Europeo no recoge el capítulo dedicado a un hipotético gravamen para que las máquinas con inteligencia artificial coticen, para compensar la pérdida de ingresos públicos que dejarán de percibir los Estados por las tributaciones de rentas de trabajo que desaparecerán. «Me parece muy chocante que la gente rechace la discusión. Francamente, no lo entiendo», prosigue Delvaux, que considera que el concepto «ni si siquiera es revolucionario» pues es «una discusión tan antigua como los propios impuestos».

Un informe publicado el pasado mayo por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) recogía que los robots ya amenazan entre el 9% y el 12% de los puestos de trabajo de las economías altamente desarrolladas.

No puede aventurarse con seguridad una ola de desempleo masivo en Europa, pero la preocupación esta ahí. Mucha gente teme que los robots vayan a robar el trabajo, y es una posibilidad que tiene sus creyentes y sus descreídos.

Personalmente, Delvaux no quiere privilegiar ninguna de las dos opciones. «Las dos son posibles. Muchos de nuestros países tendrán problemas con la seguridad social, con las pensiones, el seguro de salud... Cada vez tenemos menos y menos impuestos en las finanzas, en las multinacionales... –y se pregunta– ¿Cómo se organiza el servicio público?».

Para sus oponentes, con la industria robótica aún en fase inicial, la medida restringiría la investigación y el desarrollo de los androides. Tendría un impacto negativo en la capacidad de innovación de las empresas y en su competitividad. ¿Cómo equilibrar la protección de los puestos de trabajo con la capacidad de innovación de las empresas? ¿Cómo evitar el choque de un pensamiento conservador y un espíritu innovador?

En el pasado, la tecnología normalmente complementaba a los trabajadores, pero no existe ley natural que diga que en el futuro será de igual forma. El problema de la propuesta de gravar a robots es lo difícil que resulta establecer la diferencia entre la tecnología que complementa a los humanos y la que los reemplaza.

Y luego está la imaginación de la gente. Hay quien piensa que los robots son más eficientes que los humanos, que no requieren tiempo libre ni casas caras, que no se ponen enfermos y que nunca se rebelan. Que están mejor adaptados para procesar cálculos complejos, que digieren más fácil los megadatos, que pueden tomar riesgos que los humanos no pueden (dado que no tienen conciencia) y que pueden programarse para tareas específicas (fuerza, cálculo, ensamblaje…).

Pero ampliando el foco y los parámetros, también las desventajas están ahí: requieren más energía para funcionar, no tienen la misma capacidad para adaptarse a escenarios inesperados, están hechos de materiales raros y caros, necesitan mantenimiento y paradas técnicas, tienen más riesgo a la obsolescencia.

La robotización marcará los próximos decenios y debe ser oportunamente –y, por lo tanto, financieramente– explotada para que el progreso beneficie al conjunto de la sociedad y que no signifique una profundización de las desigualdades, tal como defienden los partidarios de gravar a los robots. En su opinión, solo con una fiscalidad adaptada y con políticas públicas apropiadas podrá la sociedad acoger favorablemente avances tan revolucionarios como ineluctables.

Además, recuerdan que el derecho fiscal está regido por un principio fundamental: el de la capacidad contributiva. Si para las sociedades de capital, los legisladores crearon en su momento la noción de persona jurídica, titular de derechos y obligaciones, incluidas las fiscales, ya que esta nueva forma jurídica debía tener una capacidad contributiva propia, ¿por qué no aplicar la misma lógica a los robots?

Ante tanta complejidad conceptual, el economista y exministro griego de Economía Yanis Varoufakis se ha mostrado escéptico. Estima muy problemática la diferenciación entre robot y máquina, así como obligar a pagar impuestos sobre la renta a los robots para crear desincentivos fiscales que contrarresten sus efectos. Apuesta por una alternativa más fácil y sencilla de justificar: a saber, crear un dividendo básico universal financiado con los rendimientos de todo el capital. Que la sociedad se convierta en accionista en cada corporación y, en la medida en que la automatización mejore la productividad y la rentabilidad empresarial, el beneficio social aumente.

La historia económica muestra cómo la automatización hace desaparecer unos empleos e industrias, y da nacimiento a otros. Solo una política pública robusta asegura que sus beneficios den vida al ideal de una prosperidad compartida. Sin operar cambios radicales en esa dirección, lo fácil es culpar a los robots. Pero son otros los culpables: los políticos; y la política, una vez más, habrá fracasado.