Ramón Zallo
Catedrático de la UPV-EHU
GAURKOA

Patrias

Si la novela de Fernando Aramburu (“Patria”) ha tenido tanto éxito de ventas y crítica es, sobre todo, porque le ha venido bien al stablishment en la llamada batalla por el relato sobre lo vivido en los últimos 40 años, pero también porque indaga en algunos traumas. Sin embargo, el resultado es que al mezclar situaciones y prejuicios nos presenta un país irreconocible que se parece, en comportamientos colectivos, más a la Sicilia de la mafia y la omertá que a la sociedad vasca continuamente movilizada desde 1978 contra los desmanes de uno y otro signo.

En cuanto al fondo político tiene un punto de memoria y otro de relato de parte, escrito con las tripas y bastantes amnesias. Aramburu se refiere a su novela como aportación «a la derrota literaria de ETA». Con ese mimbre como hilo conductor difícilmente se puede hacer un relato espejo. De hecho no se ha esforzado mucho en documentarse (por ejemplo, en épocas y sin el fondo de acontecimientos centrales) pues le bastaba su mirada ficcionada sobre una localidad (¿Hernani?) dibujada cruel y engañosamente.

Responde al imaginario que desde Mayor Oreja se aventó por los media como modelo de relato: una lucha sin sentido de unos criminales que tenían atemorizada a toda la ciudadanía y que querían destruir el Estado de Derecho. Define a ETA como «una organización dedicada al asesinato en serie» (pg 69), un carril que permite explicar poco salvo la aplicación del código penal.

Aramburu se fue a vivir a Alemania en 1985, con 26 años y la novela trata de períodos posteriores, que vivió a distancia y que reencontraba, supongo, en sus visitas a Donostia y, sobre todo, en toneladas de información y de artículos de columnistas con un mensaje que podría resumirse así: todo es ETA; la izquierda abertzale concibe la patria como identidad asesina; el nacionalismo tradicional es la fuente primigenia, consiente y obtiene las nueces del árbol que zarandea la violencia; la sociedad vasca está enferma; el Estado es el Derecho y la ley, y las Fuerzas de seguridad, hagan lo que hagan, su baluarte.

Esa posición niega que haya un conflicto vasco (se le reduce a una cuestión ideológica) siendo el único conflicto el que ETA creó y el Estado respondió, cuando lo cierto es que había dos conflictos tan distintos como relacionados: el político y general; y el armado y particular de un sector, aunque nos afectaba a toda la población. Aquel tipo de relato negacionista ha hecho mucho daño (como en Catalunya) y se utiliza para impedir el cuestionamiento de la «integridad territorial».

El título mismo arremete contra la patria (vasca) como causa última de la violencia ocurrida, sin pararse a pensar en la diferencia entre las patrias culturales, sociales y políticas satisfechas, y aquellas que sienten la frustración de no poder decidir sobre la suya propia. La Transición sin ruptura nos trajo la imposibilidad de decidir y está en la base de la autojustificación que se dieron ETA m, ETA pm y Comandos Autónomos para proseguir con la estrategia armada después de 1977 haciendo un flaco favor a la generación de un movimiento popular nacional de corte solo político. Puestos a hablar de patrias, es el patriotismo de la patria (española) quien pone la unidad patria por encima de la democracia y del derecho a divorciarse de ella, cosa que no le pasa al patriotismo vasco que se basa precisamente en la democracia del preguntarse y aceptar el resultado.

Aramburu narra el sufrimiento oculto de las víctimas de ETA, el miedo al atentado, su aislamiento social en algunos lugares o el vacío a los familiares. Sin embargo lo hace desde el dibujo de un mundo dual en el que solo están ETA versus candidatos a víctimas a las que no puede proteger el Estado y, en medio, un coro mudo de miedo y silencio. Solo dos bandos y un solo conflicto (demócratas–violentos).

Hace desaparecer del escenario al principal protagonista que siempre ha sido la inmensa mayoría de la sociedad vasca: las bases votantes del PNV; el peso social del socialismo guipuzcoano; fenómenos como Elkarri o Gesto; la trama amplísima de sociedad civil; mucha base de las izquierdas abertzales que renegaba de ETA; los resultados electorales; las instituciones; las decenas y decenas de manifestaciones o concentraciones contra atentados y secuestros de ETA ya desde finales de los 70. Magia. No está.

Trama con personajes dudosos. La novela es eficaz, de las que atrapa al principio –luego menos–, revela sufrimientos, interpela, hace sentir y solidarizarte, tiene personajes variados y múltiples tramas derivadas. De estilo ágil, de capítulos cortos, frases aún más cortas y lenguaje austero, sus excesivas 640 pgs se leen unas veces con facilidad, y otras con dificultad para reconocer épocas. Sus continuos flashbacks, sus cortes a veces artificiosos, sus bastantes reiteraciones o un narrador que, a veces, no se sabe quién es, no lograrán que sea «un libro que durará para siempre» como se ha dicho.

Los dos personajes principales (Bittori y Miren, las temibles matriarcas, esposas de unos maridos simplones pero buena gente) a veces parecen el mismo personaje (en versión perversa-abertzale la una, y taimada la otra). Entre los que son más burdamente descritos están ¡casualidad! el militante de ETA Joxe Mari y sus amigos (pg 172). Les despoja de humanidad e inteligencia sin reconocer su militancia y sacrificio –estén equivocados o no– convertidos en puros criminales con testosterona (pg 440). Tampoco trae a colación en ningún momento el componente de izquierda en el ideario de la izquierda abertzale. El único sindicalista que aparece en el libro –de LAB– lo dibuja como un canalla desagradecido, matón y estúpido que pasa información sobre su propio patrón (pg 447) sin percatarse de que si lo matan perderá el puesto de trabajo.

Parecido rollo se trae con el odioso cura Don Serapio, defensor de la lucha armada (pg. 313) que culpabiliza a Bittori por ser víctima, recomendándole que no vuelva al pueblo a pesar del alto el fuego de 2011 para «no entorpecer el proceso de paz» (pg 120). En fin, cartón piedra. Y desde luego no hace justicia a la Iglesia popular vasca que, si en el franquismo fue fuente de rebeldía, en democracia propugnó en su inmensa mayoría la no violencia, compatible con la defensa de los derechos de la colectividad. Indicativo es también atribuirle al obispo (y no puede ser otro que Setién) que «este señor solo practica la misericordia con los asesinos» (pg 489) lo que es una calumnia para quienes hemos admirado su magisterio.

Hechos dolorosos ¿Se mató a empresarios por no pagar la extorsión? Sí. ¿Hubo miedo?. Sí y mucho, y afectó a muchos de nuestros compatriotas que debían llevar escolta incluso cuando quedábamos a comer. ¿Hubo espiral del silencio? Sin duda y más especialmente en algunos pueblos. Pero de ahí a que nadie, ni los trabajadores, fueran al entierro de Txato o que la gente no supiera cómo piensa el de al lado incluso en los pueblos pequeños, o que el vacío a un amenazado y a familiares fuera general, es donde ya se entra en un territorio imaginado.

Y si miráramos también al otro lado ¿Hubo hostigamiento policial y judicial con suspensión del Estado de Derecho para una franja social entera: la «izquierda abertzale» y más allá? Lo hubo. La población en general vivimos traumatizados años y años por las acciones de ETA y por las respuestas del Estado. Eso no está en el libro aunque tampoco justifique nada.

Sí está, y como contrapunto valiente, el calvario de la tortura. Aramburu la describe con detalle (p 505-509) y deja ver que era sistemática en la Guardia Civil de Intxaurrondo y de Madrid. Tantos años los «constitucionalistas» españoles y vascos mirando a otro lado, a pesar de 5.000 denuncias y, ahora, uno de los suyos dice que sí, que era así, y que el Estado de Derecho tenía sus cloacas y que había otra espiral de silencio.