EDITORIALA
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Dificultad de gestionar, aun con ventaja, una espiral represiva

En una entrevista poco después del referéndum, Lluís Corominas, presidente de Junts pel Sí, reconocía que «no somos un pueblo que esté acostumbrado» a la represión, en referencia al salvajismo policial contra quienes querían votar. Merece la pena releer la entrevista de este dirigente del PDeCAT, porque ofrecía algunas de las claves que, más allá de la vorágine de estos días, perdurarán en el conflicto entre Catalunya y el Estado español.

El caso es que en este momento Corominas está bajo vigilancia policial a la espera de testificar la semana que viene en el Tribunal Supremo español, junto con Carme Forcadell y otros cuatro miembros de la Mesa. Sus compañeros del Govern, que declararon en la Audiencia Nacional ante la jueza Carmen Lamela, llevarán para entonces una semana privados de libertad en una cárcel madrileña. Jordi Cuixart y Jordi Sànchez están en otra prisión, también en Madrid. El president, Carles Puigdemont, sigue exiliado en Bruselas junto a cuatro consellers, pendientes de una euroorden. Todos están acusados de «rebelión, sedición y malversación».

Una experiencia cruel con violencia real

A diferencia del pueblo catalán, el vasco está demasiado acostumbrado a la represión, a la persecución política, a la cárcel y al exilio. Hasta en las comunidades del unionismo más sectario muchos de ellos conocen a un represaliado, a una persona torturada, a alguien que ha pasado dos o cuatro años en prisión preventiva y dispersada, a alguien que ha cumplido décadas en la cárcel en condiciones inhumanas o a alguien que huyó al exilio sin saber qué es de lo que se le acusaba, pero sabiendo perfectamente de qué huía. Son vecinos suyos, hijas de sus compañeros de trabajo, personas que estudiaron con ellas… familias cercanas o lejanas pero conocidas.

Para comprender las dimensiones se puede consultar un informe encargado por el Gobierno de Urkullu a un grupo de expertos independiente, según el cual entre 1960 y 2013 hubo 40.000 detenciones en el contexto de la «lucha antiterrorista», de las cuales 30.000 personas nunca fueron imputadas. «Solo» una de cada cuatro personas arrestadas fueron procesadas hasta tener una sentencia, pero vivieron todo el calvario previo.

Eso respecto a la represión. Por supuesto, no cabe obviar el resto de violaciones de derechos humanos y la violencia de ETA, que ha marcado estas décadas. Toda esta represión y excepcionalidad jurídica se da en un contexto de violencia política. Violencia de verdad, dura y cruel como es toda violencia, no inventada como la de los informes de la Fiscalía o los autos de la jueza Lamela. No falsa, victimista y ventajista como la de los informes de los cuerpos policiales españoles.

Esto merece un apunte. La violencia ilegal del Estado en Euskal Herria ha sido impune. Ni torturadores, ni criminales de la guerra sucia, ni sus responsables políticos han cumplido condena. No están para dar lecciones de heroísmo a quienes se juegan la cárcel por sus ideas. Por ejemplo, Felipe González, sus ministros y sus sicarios han demostrado ser, entre otras cosas, muy cobardes.

Riesgos, taras y lecciones antirrepresivas

Los golpes represivos no buscan solo hacer daño, buscan moverte de tu posición. La violencia te obliga a resistir, lo cual te hace ser menos flexible. La cárcel no es solo un castigo para ti y tu entorno, quiere anularte políticamente. El exilio no solo es un refugio, cortocircuita tus relaciones y condiciona tus decisiones. La represión genera una espiral reaccionaria difícil de controlar. Por eso las dinámicas antirrepresivas son difíciles de gestionar. Requieren una mezcla de pragmatismo, moralidad y visión política muy particular; suponen grandes recursos y energías; y necesitan de una cohesión comunitaria y una práctica de los cuidados descomunal. Todo ello provoca conexiones y capacidades muy potentes entre la gente, pero no está libre de taras. En esa dinámica cíclicamente surgen momentos en los que hay que capitalizar toda la épica acumulada. El equilibrio entre lo humano y lo político es muy frágil.

Si bien hasta ahora a los dirigentes catalanes no les atraía demasiado el caso vasco, quizás ha llegado la hora de mirar a lo sucedido aquí. Para aprender de las victorias, de las derrotas y de los empates. Para entender mejor lo despiadado que es su enemigo. Sin olvidar que Catalunya está en otro estadio, este nivel de represión es síntoma de debilidad política y tienen la pendiente moral a su favor. No ceder ese relato es la primera norma.