Lo ocurrido en la madrugada del 7 de julio de 2016 en un portal de la calle Paulino Caballero de Iruñea es un drama tremendo. Obviamente para la joven que lo sufrió, pero también para una sociedad entera que no puede convivir con desigualdades y violencias manifestadas ahí de un modo atroz. Suponía por ello un reto colectivo. Y de esa tragedia han brotado algunas hermosas lecciones: primero, una acción policial eficaz en circunstancias muy complejas (hallar a «la manada» esa noche sanferminera de calles atestadas y ropas idénticas era encontrar una aguja, o cinco, en un pajar); después, una potente y sostenida movilización ciudadana. Año y medio después, para el mundo Iruñea ha pasado de ser ejemplo negativo a modelo de prevención y respuesta.

Siendo mucho todo esto, el círculo solo podía cerrarse con una acción judicial al mismo nivel de eficiencia y compromiso. Aunque durante el transcurso de la vista oral concluida ayer se hayan remarcado más las dudas y recelos sobre ciertas maniobras de la defensa y decisiones del tribunal, en general la actuación de los órganos judiciales hasta la fecha deja aspectos positivos que valorar: la Fiscalía ha hecho su trabajo con exhaustividad y formulado una petición de cárcel que duplica casi a la condena impuesta a quien mató a Nagore Laffage una misma noche sanferminera ocho años antes (22 años frente a 12,5); los servicios policiales y sanitarios que atendieron a la víctima han aportado datos suficientes y demostrado que había protocolos acertados y bien ejecutados; y las decisiones del tribunal han conseguido blindar la identidad de la joven para que pueda rehacer su vida en las mejores condiciones. No era fácil gestionarlo y no es poco lo logrado.

Solo una sentencia injusta podría echar por la borda todo este importante bagaje. En este sentido, el fallo –para el que se preven aún meses– va más allá de «la manada», incluso de la víctima, y será determinante para sellar una herida social tratada hasta ahora con acierto.