La melaleuca
De los libros que leo, hay veces que guardo en la memoria cosas insospechadas. Atrapo nombres extraños, palabras raras que, de súbito, un buen día, aparecen asociadas a la vida real. La melaleuca, exclamé en silencio –si es que se puede exclamar en silencio–, al escuchar a una eurodiputada cuyo valor tiene más ligazón con su identidad como hermana de víctima de ETA que con su actividad de gestión para la ciudadanía, y que divide el mundo del dolor entre “el nuestro” y “los otros”.
La melaleuca es un árbol australiano. Lo introdujeron en Florida a principios del siglo XX, según supe en una novela de Susan Orlean. Chupan mucha agua, dejan sin sustento al resto de plantas que le rodean y no les gusta nada morirse. Si una melaleuca se da cuenta de que se va a helar, morir de hambre o de que la van a talar, lanza veinte millones de semillas antes de morir y se siembra a sí misma, así que puede decirse que al final acaba más viva que muerta.
Si la melaleluca tuviera perspectiva personal se diría que es una víctima. Como tal, sin capacidad de análisis y sometida a la respuesta emocional. Si tuviera perspectiva política, diría que manipula y sobrevive por encima de las reglas de la naturaleza, pese al daño que ocasiona en otras especies; dispuesta a matar para no morir.
La memoria genética lleva a la melaleuca a vivir mirando hacia atrás, en un presente atado por el pasado. Sucede cuando se teme el cambio y a reconocer que la tuya no es toda la verdad. Que tu vida no es la única que se ha vivido. El estado de shock protege a la melaleuca. Y desaparece, sí; pero en el tiempo. Despacio y gradualmente. En fin, cosas de la memoria, como decía al principio.