Quizás el sarcófago de Mola pueda sernos útil
Recuerdo cuando me colé travestido en facha en la misa a Mola de un 19 de julio. El enorme sarcófago del centro de la pequeña y redonda cripta bajo Los Caídos atraía poderosamente mi atención y tuve la oportunidad de echarle un vistazo antes de que empezara el viacrucis en el paseo que circunda a la momia del Director. Bisbiseé como pude entre los caballeros de túnicas pardas, pues no me sé los rezos de las estaciones. Afortunadamente, coló.
La impresión que tuve de la tumba marmórea es de que se trataba de un objeto numinoso. Una suerte de origen del mal, como la caja de Pandora o manzana prohibida. Exagero, obviamente, pero lo hago con la esperanza de que se me entienda. Tan grande, tan impoluta, con sus letras de “Navarra a Mola”. Algo perverso y profundo yacía ante mis ojos.
De pronto, tuve la tentación de sacarme un moco y pegarlo sobre la superficie veteada del mármol para mancillar con él tanta magnificencia.
Esta tan curiosa tentación me hizo preguntarme después si tenía alguna tara en la cabeza. Pero un viaje a Edimburgo despejó mis dudas. Aquella idea del moco era natural y normal. Junto a la catedral de Edimburgo, un corazón de adoquines marca la ubicación de una vieja prisión. Y una tradición exhorta a los que pasan junto al corazón de Midlothian a escupir sobre él en busca de suerte.
¿Hemos de renunciar a un placer así? ¿Se lo hurtaremos a generaciones futuras? Yo perdí aquella oportunidad y por eso tengo sentimientos muy encontrados sobre la destrucción del sarcófago y el edificio que lo envuelve.