«La música de Rossini tiene la capacidad de cambiarte la energía»
Tras pasar por el Instituto del Teatro de Barcelona, Joan Anton Rechi comenzó a trabajar en el mundo de la ópera junto a Calixto Bieito. Su primera producción propia la realizó en Barcelona en 2003, y desde entonces ha abarcado todo tipo de repertorios, dirigiendo desde ópera buffa, ópera seria, barroca, opereta y zarzuela, hasta musicales como «Rent» o «El hombre de la Mancha».
La Quincena Musical estrenó el sábado una nueva producción de “La italiana en Argel”, una de las óperas buffas más populares de Gioacchino Rossini. Para su puesta en escena han acudido a Joan Antón Rechi, quien ya obtuvo un gran éxito con su acercamiento a “El barbero de Sevilla” del mismo autor en 2011.
¿De dónde le viene la vena teatral?
No lo sé, porque soy el primero y único de mi familia que se ha dedicado a esto del show business. Desde que era niño quise ser actor y estudié en la Escuela de Arte Dramático de Barcelona, pero siempre me interesó más el proceso de creación que la obra acabada.
Tenía un profesor que decía que el del actor es el arte de la repetición, y eso no me parecía tan interesante. Así que empecé a decantarme por la dirección escénica.
¿Cómo fueron sus primeros contactos con la ópera?
Comencé a hacer ayudantías con otros directores para ir aprendiendo. Uno de ellos fue Calixto Bieito, con el que trabajé de asistente en los años en que le empezaron a pedir sus primeras grandes producciones de ópera. Fue una experiencia fascinante y decidí que quería especializarme en ese mundo.
Bieito es uno de los directores de escena de ópera más famosos. ¿Hasta qué punto le ha influenciado en su trabajo?
Yo admiro muchísimo a Bieito y sigue teniendo una gran influencia en mí. Es uno de los directores de escena que más me gustan, pero dicho esto, la verdad es que somos muy diferentes en cuanto a personalidad. Él, por ejemplo, no hace ópera buffa, se centra en títulos más dramáticos, mientras que yo adoro la comedia. Si algo me ha quedado de Bieito es su forma de trabajar la energía de los cantantes, de llevar las situaciones al límite y de nunca coger el camino fácil. Al igual que hace él, intento darle la vuelta a las obras con las que trabajo, buscar una lectura única, aunque eso suponga tomar el camino más complicado.
La ópera posee unas convenciones teatrales muy concretas, a menudo anticuadas e incluso antirrealistas. ¿Cómo se enfrenta a usted a estas particularidades del género?
Intento que todo tenga un sentido desde el punto de vista teatral, que esté justificado de alguna manera. En “El barbero de Sevilla”, por ejemplo, quería que la coloratura de Rosina tuviera un sentido dramático, y decidí convertirla en los gritos que daba mientras le depilaban las piernas. Pero no siempre es posible justificarlo todo desde la lógica dramática, porque al fin y al cabo son géneros diferentes. Además hay cosas que un cantante, por el esfuerzo y la concentración que le supone cantar, no puede hacer en su actuación.
¿Cuál es su conexión con el teatro musical de Rossini?
Rossini cogió una tradición de ópera buffa del siglo XVII y la modernizó en su época, llevándola mucho más lejos y entroncándola con las tradiciones de la comedia del arte. Le dio a su teatro un grado de locura muy particular. Mi primer Rossini fue “El barbero de Sevilla” que luego se hizo aquí en la Quincena Musical, una producción que tuvo gran éxito y se repitió muchas veces. Fue en ese momento cuando me di cuenta de la vitalidad que tienen las óperas de Rossini, su punto chispeante y su increíble capacidad para sorprender y dar la vuelta a los acontecimientos, algo que a mí me interesa mucho como director de escena. También me engancha el que Rossini sea un autor capaz de cambiarte el rollo y la energía. Stendhal decía que su música podía hacerte olvidar las tristezas de la vida.
Stendhal hablaba también de «caos organizado» en las óperas de Rossini. ¿Hay que poner algún tipo de límite para que ese caos no se vaya de las manos?
Es mi intuición la que me dice «hasta aquí». El gusto por el caos es algo muy típico de los finales de acto de las óperas buffas y de la comedia del arte, en los que los personajes se empiezan a acumular sobre el escenario. Si no tienes bien controlado a cada uno de ellos, corres el riesgo de que el público no se entere de nada. Además hay que tener en cuenta que estas escenas son extremadamente difíciles para los cantantes, que tienen que entonar diabluras mientras se mueven entre ese caos. Así que suelo partir de un concepto que se pasa de vueltas pero que voy simplificando durante los ensayos, en aras de un equilibrio que evite que el todo se desmorone. Pero no me corto en probar auténticas locuras, ya que me parece que es lo que pide el propio Rossini. Con Puccini, por ejemplo, sería imposible una actitud así.
¿Suele encontrar problemas con los cantantes al proponerles esas locuras?
Normalmente los cantantes están muy abiertos a probar y a divertirse, algo imprescindible cuando vas a hacer Rossini. Suelen tener su visión del personaje, que quizá lo han interpretado muchas veces con anterioridad, y yo estoy abierto a que me señalen aspectos en los que quizá yo no he caído. No suelo tener problemas con los cantantes, y además ellos mismos son muy conscientes del tipo de espectáculo que el público está esperando.
Óperas como «La italiana en Argel» pueden referirse a las mujeres o a personas de otras razas en modos que hoy nos resultan incómodos. ¿Cómo se enfrenta a estos detalles anacrónicos de los libretos?
Es difícil, porque muchas óperas son producto de su tiempo. Recuerdo una escena de “Un ballo in maschera” en la que hablan de Ulrica en forma despectiva hacia los negros. Esto es algo a lo que los directores de escena de ópera nos enfrentamos a menudo, y yo defiendo que tenemos que hacer lecturas modernas de las historias. Es decir, que sea la lectura que tú haces lo que enlaza con los sentimientos actuales, aunque el libreto en sí mismo no lo haga. Cuando se estrenó “Madama Butterfly”, por ejemplo, a nadie le chocó demasiado que un marinero estadounidense se casara con una niña japonesa de quince años. Pero hoy en día nuestra visión sobre algo así ha cambiado radicalmente y eso es lo que se debería verse reflejado, independientemente de que la puesta en escena sea de época o moderna. Esto es algo muy claro en “Carmen” de Bizet, que puedes leerla bien como una historia romántica o bien como un caso de violencia de género. Y a su protagonista, Don José, puedes presentarlo como un héroe romántico o como un maltratador. Está en nosotros el trasladar al público un punto de vista o el otro, sin tener que cambiarle el final como hicieron hace poco en Florencia.