Más allá de la pericia de los medios por extraer, recortar, modificar y, en fin, llevarse el gato al agua; más allá también de los saludos de unos y la indiferencia de otros, de las puntualizaciones, las valoraciones, las depreciaciones, los reproches o los aplausos; más allá de lo que para unos es incomprensible y para otros todo un logro, queda la verdadera esencia de la declaración que Etxerat realizó el pasado viernes. Que no es la letra, ni el fondo, ni las formas, sino las personas. Las personas que, al hablar de sufrimiento, aún no pueden usar el pretérito; las que cargan año tras año con un castigo sin concesiones y para algunos, todavía insuficiente. Las que sufren porque aún existe la voluntad de que sufran. Pero las personas que, pese a todo, están dispuestas a desafiarse a sí mismas, a desafiar su propio sufrimiento, a comprender, a entender, y actuar y mirar a su alrededor en clave de futuro. Personas que, sólo con generosidad y por responsabilidad, han querido dar un paso sin ninguna duda difícil, arriesgado. No sin esfuerzo, ni sin dolor, pero con mucha de esa voluntad de hierro que, de sobra, tienen; con la misma con la que cargan sobre sí mismos, por miles, los kilómetros que, semana tras semana, hipotecan su salud y su vida, pero nunca sus esperanzas. Con esa misma voluntad. Con esa misma indiscutible dignidad.