Raimundo Fitero
DE REOJO

Gárgolas

Bonjour tristesse. Ver desmoronarse en directo la aguja principal de Notre Dame, es uno de esos recuerdos televisivos perennes. Desde que se conoció el incendio, la inmensa mayoría de los canales informativos del mundo entero interrumpieron sus programaciones para ir ofreciendo imágenes de ese inmenso drama que se estaba produciendo en París. Cuando apareció Emmanuel Macron, escueto, compungido, anunciando que estaba controlado el incendio, que los bomberos habían salvado la estructura de esa catedral gótica, una joya arquitectónica, histórica, un icono, llevábamos cinco horas pendientes de todos los detalles televisados, viendo el anochecer parisino con esas sombras y chisporroteos, ese sonido perdido entre las gárgolas silentes en donde se fundían las grúas, los chorros de agua, el fuego en su máxima expresión, las sirenas, el público que se quedó in situ totalmente convertidos en estatuas de sal asustada, y los demás en nuestras casas, reviviendo nuestras visitas al templo y las torres gemelas de Nueva York, arañados por los susurros de los rezos, cuando el sueño se mudó en pesadilla.

¿Nunca, nadie, ni un segundo dudó de las causas? El accidente se instauró como única explicación. No cabía en tanta tristeza ni una pizca de odio, ni de rencor. El destino. Ochocientos años después de su construcción, tras varias intervenciones a lo largo de los siglos, un incendio provocado por alguna operación en los trabajos de restauración nos colocaba ante un desastre, un drama, una realidad. Lo sentimos como propio. No lo identificamos como un lugar de culto religioso católico, sino como un punto de encuentro para quedar con los del pueblo el viernes santo. Esperamos más datos, valoración de pérdidas, y nos encantaría que las gárgolas cantaran alguna canción de Jacques Brel. Me abruma mi propia tristeza.