Karakul
No es la primera vez que escribo sobre la asombrosa ausencia de límites de la crueldad en el ser humano. No sé si alguna vez no lo es, pero me refiero a la crueldad más gratuita e injustificable: la que se relaciona directamente con el hedonismo, la que se perpetra sin miramientos con el único objetivo de satisfacer los placeres más obscenamente frívolos de hombres y mujeres. Y me fijo hoy en uno: la piel de astracán.
&zeroWidthSpace;El astracán es un tipo de piel destinada a elaborar prendas de abrigo que se obtiene de la piel del cordero no nato (en algunas ocasiones, recién nacido). Es decir, para obtener una piel negra muy suave, rizada y brillante, se sacrifica a una oveja preñada en el último estadio de la gestación, y se le extrae el feto para inmediatamente matarlo y desollarlo. Los cadáveres de ambos animales son desechados, puesto que a la carne de la raza asiática que se utiliza –denominada karakul– no se le reconoce valor culinario.
Solamente el ser humano es capaz de desarrollar semejante nivel de sofisticación y refinamiento de la crueldad para la definición de un sistema de producción destinado a saciar, como decía, las obscenas necesidades de las clases sociales más ostentosas. Para elaborar un solo abrigo se necesitan las pieles de al menos cinco corderos, y cada años se sacrifican cerca de seis millones de estos animales.
Y en una suerte de singular y siniestra paradoja, los intereses de la industria peletera han terminado por coincidir con los de su eterno e irreconciliable enemigo: el movimiento ecologista. El calentamiento global ha contribuido a que las ventas de pieles hayan descendido en los últimos años y que el negocio se haya resentido. Pero a pesar de ello y de los esfuerzos incansables del movimiento animalista, la piel sigue siendo un lucrativo negocio que mueve al año cerca de 30.000 millones de euros. China copa el 70% de la producción mundial, seguida por Corea, Rusia y Estados Unidos.
Además de corderos, los visones, hurones, zorros, conejos, focas, nutrias, vacas, chinchillas, y en China incluso perros y gatos, son las víctimas inocentes de esta despreciable sinrazón anacrónica.