Muerte por suicidio
En el Estado español muere una persona por suicidio cada dos horas y media. Son diez personas al día, es decir, once veces la tasa de homicidios. La muerte violenta de un ser humano es más probable a manos de sí mismo que de nadie más.
El riesgo tiene un sesgo de género espectacular: en Navarra, en 2015, tres de cada cuatro muertos por suicidio fueron hombres. Ese año hubo un total de 51. Es decir, uno por semana. En 2018 la cifra descendió a 39 personas. Es una noticia positiva. También es positivo que el Gobierno Vasco aprobara en junio de este mismo año una estrategia integral de reducción del impacto del suicidio, de prevención y atención a personas y familias afectadas.
Empezamos poco a poco a hablar de este tema, tan duro, tan espinoso, tan lleno de heridas que no queremos abrir. Antes, se nos decía a los periodistas que era mejor no hacerlo. Que las personas con ideación suicida eran atraídas por esta idea al oír hablar de ella. Debe ser el tabú cristiano el que nos llevó a pensarlo porque dicen los expertos que no es cierto. Que tenemos que hablar. Y no solo de suicidio. Tenemos que hablar de salud mental.
No es fácil, me consta. En mi experiencia es muy difícil, por ejemplo, sugerirle terapia a una persona sin que se sienta juzgada. También es difícil –y también lo digo por experiencia– decir que vas al terapeuta y no encontrarte con frases como «yo es que tengo amigos» –que no sé si insulta más a la psicoterapia como ciencia o a la amistad como ideal– o «no sabía que estuvieras tan mal» al que dan ganas de responder preguntando cómo de mal hay que estar para «estar mal». Porque yo diría que ya estamos mal. Que estamos incluso muy mal. Y sé que no es fácil hablar de ello, pero no se me ocurren muchos temas que tengan tanta trascendencia y cuenten con tan poca atención como la salud mental.
Ahora que llega un nuevo año quizá sea el momento de empezar a acabar con el estigma, buscar ayuda si la necesitamos y empezar a conocernos de verdad.