Si va a ser real, que no sea Real
Igual paso demasiado tiempo en el diccionario online de la RAE, pero cada vez le veo más ventajas a copiar el modelo del inglés y abandonar la idea de que los idiomas necesitan su Academia.
Para una persona euskaldun es un pensamiento extraño porque, al borde de un abismo histórico, el euskara necesitó a la suya para establecer una koiné, un idioma escrito unificado con el que entrar en las aulas, alfabetizar a sus hablantes y salir del desastre de su desaparición. Pero el cercano ejemplo de la RAE nos invita a reflexionar sobre una institución que no deja de ser extraña. ¿Necesitan las lenguas Academia? ¿Y qué deben hacen hacer los hablantes y las hablantes, que son el verdadero gobierno de la lengua, cuando la institución que rige la lengua deja de regir? Quizá el problema es que hemos aceptado con demasiada naturalidad la idea de un consejo de sabios que tiene la última palabra –nunca mejor dicho– sobre lo que hablamos y escribimos y no hemos reparado lo bastante en el peligro de sus derivas, que una vez conocido el diccionario de la RAE resultan inquietantes.
Racista, xenófobo, islamófobo, machista y delirantemente españolista, lo raro es encontrar en él una definición atinada. Yo, por ejemplo, me niego a que la «grandeza» se establezca por comparación como «el tamaño excesivo de algo respecto de otra cosa del mismo género», no acepto que la pasión sea ni «contraria a la acción» ni una «perturbación del ánimo», me opongo a normalizar el salvaje racismo de las entradas «moro» o «gitano» y echo de menos alguna mención a la teoría feminista en la definición de «macho» –«hombre en el que se hacen patentes las características consideradas propias de su sexo, especialmente la fuerza y la valentía»–. El diccionario de la RAE es, en fin, fiel reflejo de una institución de la que no deberíamos copiar ni ese «Real» que enloda el nombre de la Academia de la Lengua Vasca y que hoy más que nunca convendría hacer desaparecer del nombre de Euskaltzaindia