EL 8M
Ha pasado un año donde el 8M ha sido el eje sobre el que ha pivotado la mala baba de la derecha española. Nada nuevo, ya intuíamos que nosotras íbamos a ser el eje del mal para el patriarcado más visible porque representamos al movimiento con mayor capacidad para interpelar a las estructuras más patriarcales que conservan una excelente salud en el formol neoliberal-colonial. Este 8M será diferente por la sindemia que vivimos, pero no puede ser que la misma frene la necesidad de abordar una agenda que nos desborda. Los feminismos tenemos que ser capaces de afrontar una agenda que nos permitan consensos en la demanda y en la acción social.
La polarización le interesa especialmente a la ultraderecha porque provoca desafección de lo colectivo y facilita la creación de la otredad, del enemigo. A la hora de debatir, la polarización suele conllevar la ridiculización de las posturas opuestas. Desde una posición feminista, creo yo, no puede ni negarse la posibilidad del debate ni que el mismo se intente realizar desde posiciones no argumentativas sino meramente maximalistas, tipo «o como yo pienso o contra mí», o peor aún, en la que se niegue directamente a la otra.
Llevamos meses enfrascadas, antes incluso de tener el borrador, en la llamada ley trans. Todas las leyes que se han promovido a favor de la igualdad de derechos o aquellas que se promueven para sancionar la vulneración de los mismos, como la ley de violencia sexual, que lleva 12 meses parada y que la semana pasada fue rechazada por el CGPJ y por diversas feministas, han sido siempre sometidas no solo a debate sino a cuestionamiento, incluso de inconstitucionalidad. El problema es que ahora el cuestionamiento es fundamentalmente intrafeminista, cuestionando a feministas, de un signo y otro, de serlo. Posiciones diferentes sobre cómo conceptualizar o sobre los marcos normativos, de los que deben derivar las intervenciones, han estado presentes en los feminismos, por eso y por más, existen diferentes corrientes y no una única voz. Aun así, el enfrentamiento actual ha adquirido dimensiones desproporcionadas y ha acaparado la atención de la agenda feminista. Me gustaría expresar, mis dudas con respecto a esta ley y no con respecto a las personas trans aunque sea obvio que la ley se centra en ellas pero no solo, ya que se legisla con intención de promover cambios sociales:
1. Ya escribí un artículo donde decía que regular en función del sufrimiento percibido es tramposo y contraproducente. Ninguna ley sirve para eliminar el sufrimiento percibido sino para regular normas de convivencia, regular derechos y señalar los ámbitos de actuación para prevenir y sancionar los actos de discriminación.
2. Parte del problema está en la pérdida del sentido del género como categoría analítica para «naturalizar» la desigualdad. La sobredimensión que el género ha tomado como categoría identitaria, y no como marco interpretativo para entender el género como un constructo socio-cultural mediante el que internalizamos «naturalmente» la desigualdad. Naturalizar un sistema de asimetría donde ser mujer significa una posición social de subordinación frente al ser hombre, independientemente de cuánto sufran los hombres o las mujeres para encajar en esa normatividad.
Asimismo, parece que la fluidez de género solo se reconozca a las personas trans con lo cual estaríamos aceptando una contradicción, que la socialización en género es inmutable.
Por ejemplo, al definir al conjunto de las mujeres, no trans, como cisgéneros, se niega el desajuste de género que las propias feministas, entre otras, tenemos con nuestra socialización de género de la que muchas somos disidentes y se homogeniza a todas en una categoría.
En la argumentación, algunas voces, consideran que es un privilegio haber nacido mujer y que te hayan tratado como tal en una sociedad patriarcal, negando la opresión de las mismas porque no se puede estar privilegiada y oprimida por la misma causa. Resulta cuando menos ofensivo que nos llamen privilegiadas a las que desde niñas hemos sido violadas, mutiladas genitalmente, enseñadas a ser para el otro, a vivir desde la obligatoriedad del cuidado, etc., pero ya he señalado que el terreno del sentir, el de las ofensas, es resbaladizo.
En el debate de fondo está qué es ser mujer, pero no parece que con esta ley rompamos con el significado social que es lo que interpelamos. Hay toda una confusión porque no se sabe si sexo y género se han convertido en la misma cosa. Hemos pasado de considerar que «la biología no es el destino» a pensar «que la biología no existe».
Es cierto que en la actualidad existe una incongruencia entre los marcos normativos autonómicos y el estatal, pero puede producirse con las propias leyes de igualdad que sitúan la discriminación por razón de sexo. Todo ello debe de ser resuelto y no parece tarea fácil cuando hay elementos que pueden entrar en colisión. Además, suena a oxímoron hablar de autodeterminación de género y violencia de género.
La realidad transexual es incuestionable y habrá que reconocer sus plenos derechos. Ahora bien, hay una parte preocupante de mantenimiento de estereotipos, de excesiva corporalidad. Como señalaba recientemente, la madre de una niña trans en el programa “El Intermedio”, ser trans no solo es una identidad subjetiva si no que existe la necesidad de que el mundo te lea como mujer/hombre y para ello situarse en el estereotipo más extremo es inevitable. Esa parte es precisamente la que me preocupa y choca con parte de la agenda feminista que quiere romper con los estereotipos y roles asignados en función del sexo asignado o «elegido».
Si la ley trans sale adelante, y espero que así sea, aunque tenga que ajustarse, tendremos que seguir con la agenda política y ahí veremos coincidencias y disonancias para que el patriarcado y sus normatividades sean erradicadas porque si no existiera patriarcado no tendría sentido la ley trans ni el feminismo tendría razón de ser. Quizás viendo lo que nos une sea más fácil establecer el camino. Mientras, estaría bien que este 8M y todos los días nos desborde el feminismo.