Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ
Sofía
PRECARIEDAD ENTRE LOS PENSIONISTAS DEL SURESTE DE EUROPA

BULGARIA, UN PAÍS INJUSTO CON SUS JUBILADOS

En el extremo sureste de Europa, en Bulgaria, el séptimo país más envejecido del mundo, las personas mayores viven en condiciones impropias de una socialdemocracia de la UE. Con pensiones insuficientes y carencias importantes en los servicios sociales básicos, el día a día es cruel para los y las jubiladas.

Lachezar Mihaylov no es un anciano, sino un hombre de 52 años de tímidos ojos claros. Sus rasgos finos se ocultan bajo una barba canosa. Su rostro es hermoso, pero no le quedan ya dientes. De momento, con una prestación de 250 levas mensuales, mendiga en la calle, esta vez en la avenida Tsarigradsko Shose, en Sofía. La ayuda extra para sobrevivir la recibe de centenares de personas anónimas convencidas de que merece algo mejor en la vida: un par de cafés más o unos lápices para dibujar. Cuando envejezca, con suerte, tal vez se parezca a Vlado, que toca el acordeón en una salida de la estación de metro de Serdika. Él desprende alegría, aunque con su teclado, a veces, prefiera rendir tributo a la melancolía. De manos demasiado curtidas como para ser músico, Vlado tiene una pensión insuficiente para sobrevivir. Poco más que el subsidio que recibe Lachezar.

En Bulgaria no importa haber trabajado 40 años o 15. Ni siquiera importa no haber trabajado nunca. La pensión no es digna y roza la mendicidad en demasiados casos: la prestación media son 350 levas mensuales, que al cambio son unos 175 euros, y la mínima, aunque sea de 185, con los suplementos acaba en 250 levas. Imaginemos que se tiene una casa, que es habitual en Bulgaria, y se va al supermercado: allí, las galletas de chocolate, la leche o la pasta de dientes cuestan dos levas; una barra de pan, una leva; los productos frescos importados y la comida procesada de marca, además, tienen un precio similar al del Estado español. Con la pensión media, sobrevivir se convierte en una odisea si antes de la jubilación no se han dejado atados todos los cabos. Y en Bulgaria, es una causa nacional: el 21,3% de los 7 millones habitantes tiene más de 65 años.

Según Eurostat, el 32% de los pensionistas búlgaros está en riesgo de pobreza, superados solo por los retirados de las repúblicas bálticas. «En la década de 1990 [en la transición del comunismo a la democracia liberal] nos dimos cuenta de que no había dinero para los servicios sociales. Entonces, quienes ahora trabajan financian el fondo de pensiones. Por desgracia, no hemos encontrado una solución para mejorarlo. Este modelo solo provee lo básico. Mi pensión, al igual que la actual, será baja», explica Adrian Nikolov, miembro del Institute for Market Economics. «Durante la crisis ocasionada por el coronavirus han descendido las remesas porque muchos jóvenes trabajan en el extranjero y han perdido el empleo. Anualmente, estas remesas suponen 1.500 millones de levas. Cuando este dinero dejó de llegar, aumentaron los problemas. Las pensiones son insuficientes, y creo que habría que mejorar las políticas sociales», añade.

En Sofía, ancianos vagan por las amplias calles de la capital; otros, sentados en los bancos de los boscosos parques públicos, conversan; algunos parecen pasar el tiempo en el metro, mientras que otros cuidan de sus nietos. Hay quienes hacen música, tan arraigada y apreciada en los Balcanes. Consciente de que cuando se jubile no tendrá un ingreso mayor a su actual subsidio de 250 levas, Lachezar mira con envidia a los músicos callejeros. Piensa que, para ser un digno sobreviviente, solo necesita una cosa: un instrumento.

«He trabajado de muchas cosas, la última pegando cartelería, pero soy músico. En estos días, no tengo ni mi armónica ni la guitarra, y ganaba un dinero extra tocando en la calle. Yo no necesito demasiadas cosas. Pintar. Tocar la guitarra. Me gustaría vivir del arte», relata, en un inglés decente, y sonríe mientras da un sorbo al café y fuma un poco de tabaco liado en abundante papel de escribir. Desprende bondad, incluso inocencia, y son muchas las personas que parecen ayudarlo; algunas cogen sus dibujos, que bien podrían pasar por garabatos. Pero el arte no entiende solo de rectitud, sino de coherencia, y, quién sabe, algún día podría convertirse en estrella regional, como le ocurrió al fallecido artista sin techo rumano Ion Barladeanu.

Asistencia social

Pavlina, de 68 años, padece una discapacidad en una pierna desde que sufrió un infarto al bajarse de un autobús cuando volvía del trabajo. Fue hace cinco años, 12 meses antes de su jubilación. Desde entonces, cojea, necesita fisioterapia para paliar el dolor. No tiene hermanos ni hijos, vive con su madre, María, de 91 años, y juntas suman una pensión de casi 900 levas: 587 de Pavlina y 300 de María, quien observa la conversación de pie.

«Mi pensión es alta», reconoce Pavlina. Entonces empieza a relatar la retahíla de peros: las 200 levas mensuales que gasta en medicamentos, la fisioterapia, la comida, la exigua prestación de María, la calefacción... «Las trabajadoras con títulos educativos, como yo, reciben pensiones más altas. Mi madre trabajó más de 30 años en el sector de la exportación, y su pensión, con el último aumento, es de 300 levas. Es insuficiente, y yo me hago cargo de ella», explica. Pero no solo es una cuestión de dinero: Pavlina, que recibe 87 levas por su discapacidad, no puede atender adecuadamente a su madre. «Cojeo y el dinero de la discapacidad lo utilizo para pagar a mi amiga Mariana, que viene a ayudarnos. Todo es muy difícil cuando estás enfermo. Lamento no haber ido más a menudo al médico, decía que ya se me pasaría, pero ahora entiendo que la salud es lo más importante».

La organización Cáritas es una de las entidades privadas que llenan el vacío dejado por el Estado. Su ayuda es pequeña, pero importante: su grupo cuenta con tres personas que atienden cada una a cinco usuarios al día. Dependiendo de las posibilidades, su servicio es gratuito o tiene un coste de cinco levas. «Ayudamos a los débiles, a las personas mayores y a quienes sufren la soledad. Les medimos el azúcar, les traemos medicamentos. Les llevamos a pasear, como hacemos con Pavlina. Cuando tenemos patrocinadores, que ya casi no hay, les regalamos productos», explica Mariana, reservada en las formas.

Aleksandrina, su compañera, 16 años de experiencia y mucho desparpajo, subraya que «no atendemos a nadie que no haya trabajado. Generalmente, son personas con pensiones muy bajas. Estamos bastante decepcionadas. Cada día nos encontramos con más gente que ha perdido la esperanza». En invierno, lamentan, mucha gente mayor no tiene dinero para pagar la calefacción y pasa frío.

En Bulgaria, el Estado provee de servicios sociales: la revista ‘The Gerontologist’ subraya que hasta el 90% de los cuidados a largo plazo. En 2016, según el Ministerio de Trabajo y Política Social, había 106 asilos de ancianos, 86 estatales y 23 privados, y 47 centros de día para adultos. Estos servicios, sin embargo, no llegan a las zonas rurales, justo en donde reside la mayor proporción de personas mayores. Allí, el único sustento es la familia.

Casas compartidas

En el sureste de Bulgaria y de la UE, son ancianas la mayoría de personas que ocupan los asientos en el minibús que hace la ruta entre Kardzhali, la capital regional, y Benkovski, en la frontera con Grecia. Los aldeanos turcos, gitanos y pomacos [eslavos musulmanes] viven sin lujos. En algunos casos, necesitan la ayuda de sus hijos e hijas, que en un ir y venir del extranjero o de las capitales provinciales han creado un sistema de convivencia que refleja a la perfección Ahmet, de 34 años, quien trabaja seis meses al año en Alemania y reside seis en la aldea de Kayaloba. «Quiero que arreglen las carreteras y los sistemas de canalización de agua. Quiero que pongan fábricas. Aquí no hay trabajo o los salarios son muy malos, y por eso nos vamos a Alemania», asegura, mientras su madre Fatme arregla la parcela de la casa.

En el despacho del IME, en Sofía, Adrian Nikolov relata la historia de su familia: «Mi abuela, que fue profesora, no tenía un gran salario y recibe una pensión de unas 400 levas. Sobrevive con mi tía, en su casa. Mi otro abuelo terminará viviendo con nosotros. Si estuvieran solos, no estarían muy bien: el problema surge cuando en la casa solo viven pensionistas o personas sin recursos». ¿Cuántos hogares son como el suyo? «Imagino que muchos. Tenemos el modelo de casas compartidas, en el que diferentes generaciones conviven juntas. Cuando esos jóvenes tengan un hijo, los abuelos serán los que acabarán ayudando a los hijos. El sistema social no funciona en Bulgaria».

La UE está obligada a replantearse la forma en la que garantizar el bienestar de la personas mayores. En Bulgaria, debido a la alta emigración y a la baja tasa de natalidad, faltan trabajadores que paguen las pensiones. Nikolov cree que no se pueden mejorar mucho más la prestación y, por tanto, habría que incrementar y optimizar la ayuda social. «La prestación por maternidad es igual para todas las madres, sin tener en cuenta sus ingresos, y eso habría que cambiarlo», ejemplifica. En otros países, con otras balanzas poblacionales y otros recursos económicos, se tendrán que plantear otras soluciones. Pero sin una reforma, la Europa envejecida podría devenir en lo que hoy es Bulgaria: un país enormemente injusto con las personas mayores.