Maitena Monroy
Fisioterapeuta de la OSI Basurto y profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

Feliz

Ser feliz, convertir el malestar en algo a desterrar es una de las premisas de la nueva oleada de bestseller de autoayuda. Bienestar emocional constante para ser feliz en cualquier circunstancia. Parte de esta «nueva fe» viene de la conceptualización de las emociones como negativas y positivas que genera que muchas veces las emociones etiquetadas como negativas (tristeza, miedo, ira...) intenten ser extinguidas, bloqueadas, negadas o vividas como no deseables.

En general, el marco conceptual de las emociones positivas y negativas predispone a pensar que es mejor evitar lo negativo. ¿Quién quiere algo negativo en su vida? Integrar que vivir, es a veces, estar jodida, triste o sentir miedo es parte de vivir una vida plena. No poder reconocer el malestar conlleva su acumulación y ya hemos aprendido que la acumulación no suele ser buena compañera de viaje ni en el capital, ni en lo emocional. Enmascarar los síntomas del malestar es tan dañino como quedarse en él.

Por otro lado, el eslogan «lo personal es político» ha facilitado que algunas personas se aferren a él, más que para entender qué les pasa y poder trabajarlo, para quedarse en la herida. Es importante diferenciar los procesos autolimitados o que forman parte de estar viva de aquellos que están vinculados con las injusticias estructurales. Convertir lo vivido en político ayuda a enmarcar el dolor de la injusticia, como ha hecho la doctora Marta Vigara al denunciar la imposibilidad de abortar en los hospitales públicos madrileños. Alguien podría pensar «es Madrid, ya se sabe», pero es que en la CAV, de los abortos practicados el año pasado, solo el 9% se realizaron en la red pública. Por eso, la semana anterior en el Parlamento, la ultraderecha se negaba a legislar en contra del acoso que sufren las clínicas privadas porque saben que así se desprotege, una vez más, a las mujeres.

Otro ejemplo de politizar lo vivido es la historia de Amelia Tiganus que está plagada de violencia, pero sobre todo de resiliencia feminista. Cuenta en su libro “La revuelta de las putas” que durante años vivió anestesiada para poder soportar la realidad hasta el día en que, ya fuera de la prostitución, pudo dejar de estar anestesiada para vivir y sentir todo el malestar. Si no reconoces el malestar, no pides ayuda. Si no hay ayuda, la sensación de impotencia o de sobrecarga personal puede incrementarse hasta sentir que se hace intolerable y es cuando solemos hacer crack. Identificar el malestar con el trauma o la violencia vivida es parte de la recuperación, y ahí es indiscutible el valor de calmar la mente, no para sentirnos bien, sino para ser capaces de ver con la claridad que no tenemos cuando estamos inmersas en la vivencia del trauma. Sin olvidar que hay quien se queda en la herida que arrastra y repite en bucle tras años de terapia sin poder sanar «su herida».

Pero hay momentos en los que no hay a quién echar la culpa. La semana pasada, una paciente que por un accidente se encuentra en silla de ruedas, y a la que le queda un camino difícil, se echó a llorar cuando fue capaz de subir un escalón. Me pidió perdón por mostrar su vulnerabilidad. Le comenté que lo que me preocuparía es que me dijese que está bien porque entonces algo estaba realmente mal para poder afrontar los largos meses de rehabilitación donde va a tener momentos buenos y momentos malos entre los que fluctuará, como ese día que del llanto pasamos a la risa. Una cosa es vivir el proceso y otra bien distinta es quedarse a vivir en el proceso. No todo es culpa del sistema, hay responsabilidades individuales que, aunque puedan estar atravesadas por las creencias construidas, no dejan de ser nuestra responsabilidad. Otro ejemplo de ello es aceptar el desamor, que la otra persona no quiere lo que nosotras. Saber dejar ir es todo un reto.

Este verano ha sido uno de los más tristes de mi vida y, a la par, sentir el arrope de la gente que me quiere me ha permitido poder vivir el dolor sosteniéndome en ellas. He tenido un llanto explosivo que me recordaba al vómito expulsivo de las personas heroinómanas de los 80. Le confesé a una amiga que me sentía «la yonki del llanto». Supongo que es la necesidad de soltar el dolor cuando la intensidad de la emoción nos desborda. Ahora, lloro suave. Gracias a las amigas que me han sostenido y que no han tenido la urgencia de que yo estuviera bien sino la urgencia de mostrarme que estaban ahí.

A veces, mostrar cómo estás puede servirte a ti misma o a quién te rodea para algo, pero cuando estás mal necesitas ser el centro de tu propio malestar para digerirlo.

Así que entre la sicología del «tú puedes ser feliz» y la de la «herida», a partir de ahora voy a desconfiar tanto de quién siempre me diga que está bien como de quién siempre esté mal, deberíamos encontrar un camino más integrador. Una amiga, en Guatemala, me hablaba de la responsabilidad de vernos de manera sistémica y de no usurpar malestares que no nos corresponden, lo que se traduce en centrarnos solo en nuestros propios malestares sin ver los enormes privilegios que cada cual tenemos en función de cada variable de la interseccionalidad. Es un interesante planteamiento con esa tendencia a definir el sufrimiento percibido y vivido como legitimador de ser víctima del sistema. Por ello, esa moda en la izquierda de decir en todo momento cómo estoy, en los espacios de trabajo colectivo, también me parece peligrosa porque a veces es una información que no busca un cambio y puede predisponer al grupo a sumirse en ese estado emocional.

Toca identificar y gestionar para no acabar en ese bucle terapéutico de la herida que suele conducir a la indefensión, a la medicalización o a repetir una y otra vez lo mismo como cobayas de laboratorio. Por esa razón, desde el feminismo siempre hemos planteado la necesidad del trabajo individual y colectivo como parte del proceso transgresor. El problema es el vértigo que da asumir las propias responsabilidades en ese cambio.

Una pequeña recomendación, el problema no es llorar sino no hacerlo. No llorar puede provocar sequedad ocular y la misma conducir a la ceguera.