Finalizó la cumbre del clima organizada por la ONU en Glasgow como suelen terminar estos eventos: con un acuerdo en el último momento que intenta satisfacer a todo el mundo pero que no contenta a nadie. Tal vez quien dio la valoración más precisa de lo ocurrido allí fue precisamente el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, quien señaló que la resolución aprobada es un compromiso que reflejan los intereses, las condiciones, las contradicciones y el estado de la voluntad política en el mundo de hoy.

Desde ese punto de vista, lo que ha sucedido alrededor de la COP26 refuerza la idea de que, a pesar de los eslóganes, la prioridad para la mayoría de los países no es la emergencia climática. En cuanto se profundiza un poco en los planes y plazos para implementar acciones concretas, los incumplimientos y las excusas predominan, y de manera generalizada los intereses particulares se imponen sobre el bienestar colectivo. Por otro lado, varios medios han puesto de relieve las incongruencias de los datos que ofrecen los países sobre su desempeño en la lucha contra la emergencia climática, con lo que a estas alturas prácticamente el único dato fiable disponible es el más preocupante: el aumento gradual de la temperatura del globo. Por último, conviene subrayar la especial responsabilidad de los países más industrializado que ni aportan recursos para acelerar la transformación de los países empobrecidos, ni están financiado los daños provocados por un cambio climático del que son los principales responsables.

Como acertadamente señalaron ayer los catedráticos Valero y Martínez Alier en la entrevista que publicó GARA, posiblemente los actuales desajustes en los suministros tengan mayor impacto en la conciencia social que las cumbres del clima. La actual escasez ha llevado a que la gente empiece a pensar que puede haber rupturas y colapsos duraderos; que no todo va sobre ruedas. Y esa conciencia social es la que obligará a actuar con determinación.