Dabid LAZKANOITURBURU
CRISIS PREBÉLICA EN TORNO A UCRANIA

La extrema derecha europea, la Rusia de Putin y Ucrania

La extrema derecha europea, reunida en cónclave en Madrid con Vox como anfitrión, se ha debatido entre el apoyo a Ucrania, defendido por el Gobierno ultracatólico y antirruso en Polonia, y el alineamiento con la Rusia de Putin, de la eterna presidenciable francesa Marine Le Pen y del primer ministro húngaro, Viktor Orban, de visita ayer al Kremlin.

La visita del primer ministro húngaro, Viktor Orban, al Kremlin y la cacofonía de voces sobre la crisis en torno a Ucrania en el cónclave de la extrema derecha europea convocado el pasado fin de semana por Vox en Madrid confirman que la tesis que vende Moscú de que hace frente al «fascismo y al nazismo rusófobo» en Kiev, tesis que repitió el lunes el embajador ruso en el Consejo de Seguridad de la ONU, es puro humo. Propaganda para camelar a unos cuantos incautos que siguen sin digerir el hundimiento de la URSS y que están dispuestos a asumir que Vladimir Putin y su régimen es poco menos que el heredero de la Revolución de Octubre. Y que, en todo caso, Rusia es un bastión de la lucha antifascista mundial.

Pura propaganda, pero no porque en Ucrania y en su Ejército y milicias no haya grupos fascistas e incluso nostálgicos de Hitler, que los hay, y no pocos, como en el caso de la organización político-militar Svoboda, que tampoco es la única.

Sino porque, en todo caso, las propias milicias prorrusas que luchan en el Donbass incluyen asimismo a grupos fascistas rusos. Y no lo digo yo. Lo sostienen expertos como Rubén Ruiz Ramas, coordinador de la obra “Ucrania, de la Revolución del Maidán a la Guerra del Donbass”, quien se hace eco de testimonios de comunistas españoles que acudieron en los primeros meses a luchar como brigadistas a las provincias de Donetsk y Lugansk.

Que el eje ideológico no es la clave del conflicto es un hecho público y notorio, como lo es que está marcado por una pugna geopolítica que maneja, y manipula, desde uno y otro lado, sensibilidades nacionales y culturales diversas.

Resulta como poco aventurado asumir el marchamo «antifascista» de Putin. Porque, dejando incluso a un lado su política interna, con la que ha diseñado un régimen conservador basado en el culto al Estado, a la familia tradicional y a la iglesia cristiana ortodoxa –o precisamente por ello–, Rusia cuenta con el apoyo de una parte no poco importante del paisaje y del paisanaje de la ultraderecha europea. Un apoyo por otra parte de ida y vuelta, con el que Moscú buscar reforzar a las fuerzas centrífugas internas que tienen como objetivo debilitar a la Unión Europea.

El propio Vox ha jugado al equilibrismo con discursos contradictorios entre Rusia y Ucrania. La francesa Marine Le Pen lo tiene claro y apoya sin ambages a Putin. Al punto de que se negó a firmar la declaración de Madrid que, en una finta para salir del paso, se limitó prácticamente a cargar las tintas contra la falta de unidad en la UE para ocultar así su propia incapacidad para consensuar una posición común entre los partidos ultraderechistas europeos.

El húngaro Orban, de visita en el Kremlin, no oculta sus planes para consolidar las relaciones, políticas y económicas, con Rusia, y se ha desmarcado del apoyo de la UE a Ucrania. Budapest se escuda en la discriminación que, asegura, sufre la minoría magiar (150.000 personas) a manos del Gobierno de Kiev.

En el contrapunto, la ultraderecha rigorista cristiana en el poder en Polonia mantiene un alineamiento entusiasta con el Gobierno ucraniano, movida entre otros factores por una rivalidad de siglos y por los agravios históricos de los que acusa, sin reciprocidad alguna, a Moscú.

Asistimos, pues, a un conflicto en el que las distintas formaciones ultraderechistas europeas apoyan ora a Ucrania ora a Rusia, siguiendo sus propias agendas nacionales, condicionadas a su vez por la historia y por cuestiones geopolíticas.

Una suerte de trastorno bipolar, porque no debe ser fácil optar entre una Ucrania que no duda en coquetear con el fascismo en su día antisoviético, hoy antirruso, y una Rusia autoritaria que defiende como multilateralismo lo que no es sino la imposición a sus vecinos de un unilateralismo regional. Un derecho natural a ejercer la potestad sobre su extranjero cercano. Como ha reivindicado históricamente y reivindica EEUU en Latinoamérica y como ha exigido Washington en estas décadas, en su calidad de primera potencia, en todo el mundo.