Ramón Zallo
Profesor emérito
GAURKOA

El Proyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual a debate

Se trata de una oportunidad perdida pues se limita a una trasposición (obligatoria) conservadora de la Directiva Europea de Servicios Audiovisuales (2018), con mantenimiento de los aspectos lesivos de la legislación vigente y el desaprovechamiento de nuevas posibilidades regulatorias.

En el proyecto de ley se dan cita, por un lado, una visión mercantilista de la comunicación, que obvia los derechos de la ciudadanía implicados; y por otro, el achicamiento de la esfera pública y del papel de la regulación y de los servicios públicos como garantías de democracia y progreso social.

Al fondo, se denota la debilidad de la democracia frente a la plutocracia de plataformas y de operadores, ante las que se reacciona con miedo institucional por su poderío, omnipresencia e hipotéticas consecuencias. La esfera pública ya está gestionada por la economía de la atención y de la adicción, desde preferencias conducidas por estímulos y algoritmos, y a ser crecientemente federalizada en torno a emociones y populismos retrógrados, a costa de la racionalidad, la privacidad y de los valores.

Hay con todo algunos aspectos de interés en el proyecto de ley. Dice querer responder a los nuevos contenidos audiovisuales con las mismas reglas de juego para cualquier tecnología utilizada, por lo que propone una regulación (aunque mínima y tímida) en torno a obligaciones de las plataformas de televisión no lineales (a petición) y de intercambio de vídeos. Mantiene obligaciones de programación de la ley vigente (reserva del 51% del tiempo de emisión de televisión convencional a obras audiovisuales europeas), y las extiende de forma (muy) restringida a las ofertas de las plataformas (HBO, Netflix etc.) con exclusión (incomprensible) de obligaciones para con las lenguas oficiales minoritarias.

En lo que respecta a derechos ciudadanos de sectores sociales, avanza algo sobre los derechos de la mujer en comunicación. Asimismo, mejoran las obligaciones para la accesibilidad de las personas discapacitadas. Se mandata extender la autorregulación y corregulación en distintos campos. Se señala que las comunidades autónomas pueden elevar las exigencias de esta ley sobre sus servicios públicos en lo relativo a financiación de obra audiovisual. Se entiende que las comunidades con lengua propia puedan exigir a RTVE «dar a conocer la diversidad cultural y lingüística de España» (art. 50).

Por el lado negativo, se bendice la concentración mediática en radio, televisión –lineal y no lineal– y plataformas al mantener muchas de las inaceptables normas vigentes (27% de límite sobrepasable de concentración de audiencias televisivas y se reiteran los 15 años de duración de las licencias para prestar el servicio mediante ondas hertzianas terrestres).

El derecho a la participación no está. El inadecuado órgano regulador –Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia– que debería haber cedido su rol a un específico consejo del audiovisual –del que también carecemos por desidia en la CAE–, queda opacado por las funciones que se reserva el Gobierno; se apuesta por la ausencia de centralidad para los servicios públicos que, si en el caso de RTVE, sigue con un modelo financiero obsoleto e inestable, en el caso de los canales públicos autonómicos, no aparecen como partícipes del cambio digital ni de sus nuevas rentas; a la RTV comunitaria no se le permiten medios para sobrevivir más allá de la mendicidad.

La regulación publicitaria, así como la de protección de menores son peores que la ley vigente. Tampoco se desarrolla lo que conlleva la diversidad que es confundida con el pluralismo, para llanto de Unesco.

Las cuotas de pantalla y de financiación para obras europeas se quedan en el escalón de mínimos por miedo a las plataformas; los servicios de intercambio de vídeos están mal regulados y escapan a múltiples obligaciones posibles; hay unas cuantas invasiones competenciales y no se hace partícipes a las comnidades autónomas de derechos en torno a los cambios tecnológicos (reserva de dominio publico en el 4G y 5G) y a la autorregulación audiovisual. Se las ancla en la era hertziana y en la TDT.

En lo que respecta a lenguas minoritarias no hay compromisos porcentuales –antes de enmiendas– en cuotas de pantalla ni de financiaciones de plataformas, televisiones en abierto ni en RTVE. Es de esperar que aquí fuercen las cosas ERC, PNV, Bildu, BNG, JxCat, En Comú, CUP, Compromís... Es sabido que ERC condicionó su apoyo a la Ley de Presupuestos Generales a que se modificara el proyecto en ese aspecto pero no parece un cambio estructural un fondo de ayuda gubernamental a producción audiovisual y doblaje.

En este último aspecto lo lógico habría sido la reserva de un 40% para las lenguas cooficiales de los fondos resultantes en las significativas cuotas de pantalla y en financiaciones obligatorias, por la simple razón de que no señalar porcentajes implica que el 99% vaya al castellano cuando la realidad sociolingüística es que el 41% de la población del Estado español vive en territorios con lenguas minorizadas.

Además del contenido de ley, también opera, en sordina, el miedo de las fuerzas que sostienen al Gobierno Sánchez a propiciar una inestabilidad gubernamental con riesgo de unas elecciones adelantadas favorables a la derecha y ultraderecha.

Si la Ley General del Audiovisual de 2010 ya fue una ley confeccionada con el aliento y pluma de UTECA (Unión de Televisiones Comerciales en Abierto), ahora esa función de rendir el sistema comunicativo al ámbito privado, pero en esta ocasión ante las plataformas digitales multinacionales, la ha asumido Nadia Calviño, que no ha querido ir un ápice más allá de las exigencias de la Directiva Europea de 2018 que todo el mundo sabe que era de mínimos. El proyecto de un Hub audiovisual en Madrid para toda Europa patrocinado por las plataformas de streaming ejerce de zanahoria para inspirar el repliegue gubernamental.

Un debate con cartas marcadas.