EDITORIALA

Una derrota del Estado que ha dejado dieciséis víctimas mortales que se deben reconocer

Aceptar que la política de alejamiento de los y las presas políticas vascas ha provocado 16 muertes de familiares supone asumir demasiado para quienes diseñaron y sostuvieron esa estrategia. Dieciséis personas que no habían cometido ningún delito, que fueron obligadas a realizar viajes innecesarios como parte de una «política antiterrorista» basada en negar la humanidad del adversario.

No reconocer el dolor de esas familias y su comunidad, incluso creyendo que en su momento esa estrategia tenía un sentido político -lo cual es mucho creer, pero ya no es hora de caer en indignaciones infantiles y parciales-, supone resbalar por una pendiente de crueldad imposible de defender hoy en día. El problema es que el fin definitivo y total de esa política se retrasa artificialmente, lo cual es políticamente cobarde y humanamente arriesgado.

Una estrategia baldía pero muy cruel

Durante años se utilizó la fórmula «humanizar el conflicto» para intentar que las partes abandonasen las formas más crueles de su violencia. Aunque en perspectiva suene un tanto bárbaro y limitado, en el fondo se pedía que se empezase por reconducir todas las acciones que ampliaban el foco de la violencia más allá de sus responsables más directos. Que la violencia no fuese indiscriminada, que no se utilizase a las personas menos protegidas para vengarse de otras, que no se escalase la virulencia, poniendo en peligro la vida de más personas. Los estados español y francés no renuncian a esa pulsión cruel. Eso no ocurrió hasta mucho más tarde y de maneras menos ortodoxas que las que preconizan los organismos dedicados a la resolución de conflictos.

A diferencia de la guerra sucia o la tortura, la dispersión no logró ninguno de sus objetivos declarados. A no ser, claro está, que el objetivo no fuese operativo, sino que fuese simplemente vengarse en la piel de los y las familiares, como si el castigo que recibían los y las presas no fuese suficiente. No rompió el Colectivo de presos, EPPK, ni volvió a los familiares contra sus allegados. Fue tan salvaje que no quebraron la voluntad de ninguna de las partes, porque el esquema era tan burdo, tan despiadado, que compactó a esa comunidad. La presión era bestial pero casi nadie cedió ante ella. Ni los que estaban de acuerdo con la lucha armada ni los que no lo estaban.

La dispersión es la historia de una derrota, de cómo el eslabón más débil de una cadena resistió el golpeo incesante. Eso sí, con esas dieciseis víctimas mortales, la violación de los derechos humanos de centenares de presos y miles de familiares, las consecuencias que todo esto ha dejado en centenares de niños y niñas de la mochila y un expolio incalculable como resultado más evidente.

Paradójicamente, esa política criminal fomentó la solidaridad y la ternura. Y una memoria viva que atraviesa a varias generaciones de vascos y vascas.

Es hora de comprometerse con la justicia

La manifestación y el festival bajo el lema “Etxera Bidea Gertu” de ayer en Donostia son parte de esa cultura de resistencia, que no olvida lo sucedido ni lo que aún sucede y exige que se abandonen las políticas de guerra y que la justicia no sea venganza. Miles de personas pidieron que se cumpla la ley, como mínimo, y que se respeten los derechos humanos. Y recordaron, entre otras cosas, a esas dieciséis personas.

Es normal que quienes tienen alguna responsabilidad en esa tragedia sientan vergüenza y no quieran aceptarlo. Pero ese negacionismo no va a traer nada bueno. Es hora de terminar con la excepcionalidad y la injusticia. Se ha avanzado mucho, pero se ha tardado demasiado. Los presos y presas vascas deben estar en casa con sus familias.