Disculpen y pasen una buena noche
Hoy me tomo la licencia de olvidar la actualidad para escribir algo sin importancia. En este oficio de juntar letras, a veces, se necesita un respiro y dejarse llevar por las sensaciones que, de pronto, invaden el pensamiento sin saber por qué. La otra tarde, inmersa en la hora punta del ajetreo navideño, entré en un bar y, desde la tercera fila de una barra abarrotada de clientes, intenté pedir un café. Por un instante, en medio de aquella algarabía de vinos y pinchos, me ocurrió lo mismo que cuando defiendo las utopías revolucionarias. Las miradas sorprendidas de las personas que me rodeaban me hicieron sentirme culpable de algo desconocido, como si fuera una nota antigua, discordante en el ritmo del mundo. Creo que, en cuestión de bares, soy tan incorrectamente política como en la batalla de las ideas. Prefiero los bares en los que no existe la voracidad del pincho pote. Me gustan los cafés donde los clientes se conocen y se saludan, donde se puede leer, quedar, escuchar buena música y hasta ver películas de Charlot, un “boliche” como los que describía Benedetti en sus relatos. Un bar donde sencillamente se acude y una siente que la música y el ambiente mata un poco la soledad de una mujer que escribe. Disculpen y, ante todo, pasen una buena noche.