Santiago ALBA RICO
DERIVA AUTORITARIA

Túnez en el abismo

Túnez se precipita muy rápidamente en un abismo dictatorial sin vuelta atrás. Es difícil comprenderlo desde Europa, cuyos medios se han desentendido del país norteafricano, pero no podía ocurrir nada más grave que la detención, en pleno Ramadán, de Rached Ghannouchi, secretario general del partido posislamista Ennahda y presidente del Parlamento hasta el golpe de Estado de Kais Said en 2021. Muchos tunecinos la deseaban; otros muchos la temían; a nadie, desde luego, le ha sorprendido.

(Fethi BELAID | AFP)

Pero ¿quién es Rached Ghannouchi? Más allá de sus cargos, es el símbolo ambiguo de la difícil y finalmente fallida experiencia de democracia parlamentaria abierta tras la revolución de 2011. Es también el símbolo incómodo de un proyecto igualmente fallido y no menos imprescindible en el mundo musulmán: el de la integración del islam político en las instituciones.

No deja de ser elocuente el hecho de que el presidente, Kais Said, ordenara su detención después de unas declaraciones en las que Ghannouchi recordaba que en Túnez no sobra nadie, que hay que contar con el islamismo, con la izquierda y con todos los otros elementos que componen la sociedad tunecina, so pena de provocar una guerra civil.

A Ghannouchi se le podrán reprochar muchas cosas, pero no precisamente no haber intentado evitar a toda costa una confrontación fratricida. Volvió de veinte años de exilio pocos días después de la caída de Ben Ali, en enero de 2011, para convertirse en la figura política más poderosa del país a la cabeza de un partido que había sufrido represión y cárcel, y que obtuvo una holgada mayoría (37% de los votos) en las primeras elecciones libres, celebradas en septiembre de ese mismo año.

Desde entonces, consciente de la feroz islamofobia de las élites dirigentes y del difícil contexto nacional e internacional, no dejó de hacer gestos de conciliación que algunos juzgaban, a partir de su pasado islamista radical, como una estrategia insidiosa para establecer con el tiempo una república islámica en Túnez.

CUALESQUIERA QUE FUESEN SUS INTENCIONES, LO CIERTO ES QUE SU PRAGMATISMO NEGOCIADOR

(que yo he comparado a menudo con el de Santiago Carrillo) se puso de manifiesto en los momentos más difíciles de la ahora malograda transición: el pacto de legislatura con dos partidos laicos de izquierda entre 2011 y 2014; la renuncia de Ennahda al Gobierno tras el golpe de Estado de Al-Sisi en Egipto, cuando el «Estado profundo», con la colaboración del antiguo régimen y de la extrema izquierda, alentaba un golpe similar; la aprobación de una Constitución laica y liberal sin mención a la sharia; el abandono del islamismo en el congreso de 2016 en favor de una «democracia musulmana».

Fue tan pactista y pragmático que cavó su propia tumba, pues acabó promoviendo una especie de turnismo elitista que, incapaz de poner término a los problemas económicos y a la corrupción, lo fue desprestigiando a los ojos de su propio electorado y lo volvió aún más odioso a ojos de los que siempre lo habían odiado.

Ghannouchi, en efecto, representa el sistema parlamentario que Said aborrece y al que una parte del pueblo hace responsable de todos los males; y representa la otrora posible normalización del islam político, al que tanto el «Estado profundo» como un sector de la burguesía urbanita quieren hacer desaparecer, igual que en Egipto, por cualquier medio. Es el chivo expiatorio perfecto para un consenso radical; es el instrumento infalible para una división mortal.

La detención de Rached Ghannouchi, de 81 años de edad, se produce dos meses después del encarcelamiento de quince opositores de primer rango y de distintas ideologías, acusados de «atentado contra la seguridad del Estado»; y ha ido acompañada del cierre de todas las sedes del partido Ennhada, antesala quizás de su ilegalización. Volvemos de nuevo, como en un mal sueño, a la vieja combinación trágica de dictadura y exclusión del islamismo sociológico, fuente histórica de tanta inestabilidad y violencia.

El artífice de esta locura, Kais Said, intranquiliza a las cancillerías europeas, muy preocupadas, en todo caso, por la bancarrota y la crisis migratoria, y explota la frustración de sus todavía numerosos partidarios. No es un caudillo paternalista, como Bourguiba, ni un liberal iliberal, como Ben Ali; se trata de una especie de Gadafi mesiánico y solemne, más religioso que Ennahda, socialmente mucho más reaccionario y de un nacionalismo populista cuya demagogia veleidosa oculta un total vacío de proyecto geoestratégico y de competencia económica.

Said sabe que, sin una oposición convincente, la propia fragilidad del país juega a su favor en Europa, pero la detención de Ghannouchi, anciano perseguido por tres dictaduras, cabeza del partido mayoritario y símbolo de la democratización malograda de Túnez, anticipa un derrotero de fracturas totalitarias cuyas trágicas consecuencias da miedo imaginar.