EDITORIALA

Lampedusa como absurdo: tragedia en el paraíso

Hace diez años un viejo barco pesquero con unos 500 migrantes a bordo que había zarpado de la costa de Libia avistó tierra a media milla de distancia. Era Lampedusa, el punto de entrada más cercano a Europa. Eran las 5 de la mañana y los migrantes somalíes y eritreos prendieron fuego a una manta para llamar la atención de los equipos de rescate. Por desgracia, las llamas envolvieron rápidamente todo el barco y sus ocupantes se sumergieron en el mar mientras se hundía. Fue una catástrofe, 368 personas murieron. Una tragedia que, paradójicamente, trajo vientos populistas más fuertes a Europa. Durante los siguientes cinco años, 600.000 migrantes llegaron a Italia. Esta semana van 4.000, solo a Lampedusa. El goteo de muertes es incesante. Ayer notificaban al menos 55.

Desde entonces, el país ha tenido siete gobiernos diferentes y seis primeros ministros. Todos con un discurso duro, de mano de hierro, contra los migrantes. El pacto migratorio que lanzó Europa en 2020 está paralizado por profundas divisiones, la UE no encuentra fórmulas, ni siquiera para equilibrar las consecuencias de los flujos migratorios entre sus estados miembros. Y mientras tanto, Lampedusa se llena de turistas que van a un paraíso vacacional. Para miles de migrantes de África es la salvación en sus peligrosas y a veces mortales travesías por el Mediterráneo. Son dos realidades que confluyen aunque sin rozarse. El drama sigue, y la fiesta también.

Los desembarcos de migrantes son discretos. Todo está organizado para que no interfieran en el turismo. Los dejan en una zona de acceso restringido y luego son llevados a un centro de retención amurallado y vigilado por el Ejército. La vida dentro es un infierno, también para cientos de niños, hacinados en colchones sucios, resguardados como pueden de un sol de justicia. Pasa algo similar en el Estado francés, en el que se ha constatado una preocupante normalización del encierro de ciudadanos de origen extranjero, incluso cuando no hay perspectivas claras para su expulsión. No se ven, no quieren que se vean. Quizá, simplemente, la sociedad europea no quiera verlos. Y esa sea la verdadera tragedia.