La complejidad
En los últimos años se ha ido colando la idea de que, en los debates complejos, mejor no entrar. Es curioso porque los debates que atañen a los derechos de las mujeres son los que se han vuelto especialmente complejos, aunque en realidad nunca dejaron de serlo. Si por complejidad entendemos que son cuestiones que no solo afectan a un elemento, perfecto; pero si por complejidad entendemos dificultad, es esta última la que nos suele retraer y posponer para otro momento debates que no deberían esperar. La prostitución, los vientres de alquiler, la violencia sexual, se han vuelto tan complejos que pareciera que no podemos abordarlos debido a la complejidad que presentan. Es posible que, dentro de poco, entre en ese rango de complejidad el trabajo doméstico interno o el cuidado gratuito de millones de mujeres para sostener la vida. El problema es que mientras decidimos cómo abordarlo lo que sí está avanzando en el cotidiano es el proxenetismo, la explotación, la mercantilización de los cuerpos de las mujeres y la violencia sexual.
Hemos asistido a la reciente reforma de la «ley del solo sí es sí» sin poder dar una respuesta colectiva igual de contundente que la que provocó que se reconociera que en la violencia contra las mujeres no hace falta que medie un golpe para que haya violencia. Han sido semanas de discursos que no cambian mucho respecto a los del siglo pasado, en los que la seguridad se identificaba con un mayor control policial o las penas más elevadas se proclamaban como un elemento de protección de las mujeres. El paradigma del «no es no» implica que ningún hombre puede violar a una mujer cuando la misma expresa que no. En cambio, el paradigma del «solo sí es sí» supone que ningún hombre puede mantener una relación sexual con una mujer mientras esta no exprese de manera clara su deseo de mantenerla porque, de lo contrario, no se está manteniendo una relación, sino que se está ejerciendo una violación. Parecen lo mismo, pero no lo son. El foco del primer paradigma sitúa a los hombres como sujetos de deseo, mientras que el segundo supone legitimar a las mujeres como sujetos de deseo.
Recientemente la fiscalía de Barcelona relataba una agresión señalando que el hombre, con «ánimo de satisfacer sus impulsos sexuales», puso la mano por debajo de la falda de una mujer. Por cierto, como ella se defendió de la agresión se pide para la víctima una pena mayor de cárcel que para el agresor. Regular la sexualidad puede resultar complejo, pero no así saber si una persona quiere mantener relaciones sexuales contigo, aunque parece ser que a algunos hombres les cuesta saber diferenciar entre sus deseos y los deseos ajenos. Saber diferenciar entre sexualidad y agresión es una cuestión en la que la citada fiscalía igual tiene algo que aprender. De hecho, la educadora M. Marroquí ha hecho un decálogo, simple, para que los hombres sepan cuándo están violando. Lo que verdaderamente nos protege es que se respeten nuestros derechos. El feminismo no es adquirir unas nociones sobre género, violencia o machismo. Requiere integrar un cambio de paradigma con un paso a la acción que, como vemos, para muchos es complejo.
Tenemos importantes vacíos legales en otros temas «complejos» que permiten que a pesar de que la gestación subrogada sea considera una forma de violencia contra la salud sexual y reproductiva de las mujeres, persista una fórmula legal que facilita el registro, por interés superior del menor que, en la práctica, valida los vientres de alquiler. Las empresas dedicadas al tema convierten este sistema de explotación en una técnica más y lo técnico invisibiliza la parte humana imprescindible para esta técnica. Curiosamente los relatos se focalizan y sustentan en la emoción, sobre lo bien que están las familias y se nos exige no traumatizarles al hablar de bebés comprados. Parece que los vacíos legales algunos los rellenan con la emocionalidad de quien compra. Nos dicen que no nos metamos con las elecciones personales, que solo las personas implicadas pueden hablar, pero es que cuando se pide que adquieran rango de norma, esas elecciones dejan de ser personales y nos atañen al conjunto. Lo mejor de todo es que, además, los intentos de regulación nos los están vendiendo como una protección a los derechos de las mujeres.
En este devenir feminista se no ha olvidado la cuestión de clase y ya en muy pocos espacios hablamos de explotación. Estamos enfrentando un capitalismo salvaje o, mejor dicho, la «dueñidad» que plantea Rita Segato, ante los niveles de explotación, de extractivismo de los recursos y de concentración de los mismos en muy pocas personas, que se convierten en dueñas de la tierra y de las personas que la habitan. Para algunos países, esquilmados por la acción del capitalismo, el nuevo recurso, la nueva materia prima es la capacidad reproductiva de las mujeres. Son la nueva materia prima con la que garantizar la llegada de divisas externas. A la par, cada vez nos encontramos con más mujeres, no especialmente pobres, que optan por la gestación subrogada o la prostitución como una forma de poder pagar sus estudios u otras necesidades materiales. Así que tenemos, por un lado, a mujeres que «libremente» optan por la prostitución, la gestación subrogada, y otras mujeres esclavizadas sexualmente a lo largo y ancho del planeta o viviendo en granjas de mujeres que, de momento, están en la India o Ucrania. Mientras se amplían los derechos para la explotación, en la que la necesidad de materia prima cada vez es mayor, a mí se me hace difícil conjugar la «libre elección» con la mercantilización y la trata de personas con fines de explotación sexual o reproductiva. Al final hemos hecho cierta esa máxima patriarcal de que las mujeres somos complejas mientras que los hombres, y sus derechos, son simples. Una de las victorias del sistema ha sido hacernos creer que la autoexplotación es una salida no solo digna sino incluso feminista. Así, la autodefensa frente a la agresión es sancionada y la explotación nos la venden como altruista, solidaria y empoderante, sin complejos ni complejidad, todo muy simple.