Salir del anonimato
En la época del algoritmo y de la mecánica cuántica, hablar del pasado es harto complicado. Pero el pretérito nos atrapa, sobre todo porque tenemos un debe impresionante con miles de hombres y mujeres cuyas trágicas vidas fueron engullidas por patrañas. Dicen que la historia la garabatean los vencedores, los tramposos de la vida. Y puesto que como escribió Antonio Machado «hoy es siempre todavía», aún estamos a tiempo de voltear aquello que nos contaron al revés o nos ocultaron bajo la alfombra de la ignominia. Paradójicamente, tenemos una ingente tarea por delante, para recuperar las sombras del ayer.
La guerra que nuestros abuelos y abuelas perdieron hace ya 85 años en las trincheras la equilibramos con decenas de iniciativas populares que, de aldeas a municipios, sacaron a la luz miles de personas hasta entonces ocultadas por los triunfantes, un fascismo que aún colea con su arrogancia habitual y el temor de los tibios a despertar aún más a la bestia.
Aquellos trabajos, a la vera del pionero “Navarra, de la esperanza al terror” han servido para que el relato tome colores huyendo del blanco y negro al que nos invitaban espuriamente los medios de la época. Y nos enseñaron que la ocultación de los crímenes tiene fisuras, en los testimonios, en los libros de los cementerios, en los archivos diocesanos, en la prensa clandestina, en los registros civiles, en decenas de índices particulares y militares.
Viene todo esto a cuento en el 130 aniversario de unos hechos muy matizables. A pesar de lo que ha llovido desde entonces, aún estamos destapando la parte inmersa del iceberg. La época, además, fue única. En 1893 se produjo en Euskal Herria un cambio de paradigma que modificó nuestra organización política y social de forma tan profunda que nos trasladó a la modernidad. Fue el año del llamado Discurso de Larrazabal, cuando Sabino Arana, ideólogo y activista, lanzó la proclama independentista rompiendo con el carlismo que, de una disputa dinástica, elaboró toda una tendencia ideológica que había alcanzado, incluso en las capitales vascas con la excepción de Donostia, el 80% del voto (masculino, el femenino fue vetado hasta 1933) antes de la Segunda carlistada (1872-1876).
En aquel año, asimismo, hubo numerosas revueltas populares contra un decreto del ministro de Hacienda español, el liberal Germán Gamazo, por el que se cercenaba la autonomía política y económica de Hego Euskal Herria. El origen estuvo en la contestación, conocida nacionalmente como la Gamazada, el rechazo al artículo 17 de la Ley de Presupuestos del Estado. La protesta se centró en Nafarroa, pero hubo también matxinadas generalizadas en las otras tres provincias vascas.
La revuelta concluyó en febrero de 1894 con la retirada del proyecto de Gamazo y la presencia de miles de manifestantes en Castejón, entre ellos Sabino Arana, que desplegó el primer proyecto de ikurriña, celebrando la victoria popular. El republicano “La Voz de Guipúzcoa” señalaba que «desde la abolición de los fueros (1876), dimos a la patria nuestros hijos (servicio militar) y al tesoro nacional nuestro dinero, mientras en otras partes de España los caciques se llevan el 90% de lo producido».
Las primeras manifestaciones multitudinarias habían tenido lugar en Gasteiz e Iruñea, a comienzos del verano de 1893, al son del “Gernikako Arbola”, que se convirtió en el himno de unión de todos los vascos. A mitad de agosto, los fueristas y pioneros jeltzales quemarían en Gernika la bandera española. Fue una matxinada local, la Sanrokada.
Simultáneamente a la Sanrokada se produjeron manifestaciones en Guardia, con cargas de la Guardia Civil que mataron a un vecino, Fernando Cano, e hirieron a otros 22. Hasta hoy, ni siquiera en la página web del Ayuntamiento de Guardia se citaba a Cano. En este ambiente encendido, llegaba a Donostia el presidente del Gobierno español, Práxedes Mateo Sagasta. El viaje de Sagasta obedecía a sus cortas vacaciones en la capital turística de moda. El 27 de agosto, después de un concierto de la Banda Municipal de música de Donostia, se formó una manifestación espontánea que, a los sones del “Gernikako Arbola”, se dirigió gritando «Gora Fueruak, behera Sagasta», hacia el hotel Londres, residencia del presidente.
La Guardia Civil salió a disolver a los manifestantes disparando contra ellos y causando al menos seis muertos: Vicente Urzelai, Rufino Azpiazu, Bernardina García, Juan José Arza, Martín Osés y Justo Pérez. El diario “El Liberal” señaló que fue «una carnicería» y «matanza». Por eso de que la reina regente María Cristina se encontraba en Donostia, con «afamados» turistas, la información sobre las víctimas fue censurada y durante 130 años únicamente se conoció la muerte, primero de un único manifestante (según el Gobierno Civil) y más tarde de tres (ofrecida por la prensa). Significativa fue la muerte de Vicente Urzelai que, herido, fue aupado por dos jóvenes para ser trasladado al cuarto socorro. Interceptados por la Guardia Civil, fueron los tres baleados, Urzelai de nuevo, lo que provocó su muerte.
Hasta el día de hoy, académicos y funambulistas habían ido reproduciendo la máxima de «cortar y pegar». Han tenido que pasar 130 años para que ciudadanos marcados por el desprecio oficial hayamos podido rescatar parte de la verdad. Un ejemplo de la desidia y el interés adulterado de no tocar determinadas instituciones que pongan en tela de juicio el relato único. No fue una algarada, sino un sentimiento lo que movió al pueblo a reivindicar su idiosincrasia. No fue un alboroto de «locos foráneos», sino una respuesta a la brutalidad luego encubierta. No fueron uno, ni tres los muertos por la Guardia Civil, sino seis. Más 30 heridos graves y 60 detenidos, muchos de los cuales concluyeron en la cárcel de Ondarreta.
Es el sujeto el que da sentido al contexto. Porque ello nos asegura la pretensión de la verdad. Y a pesar de la tendencia algorítmica, ahí estamos, dándole presencia al pasado.