Hace unos años nuestras retinas europeas se vieron conmocionadas con la visión de una manifestación de Hamas en territorio palestino: en un primer plano, un niño vestido de verde con capucha negra y un cinturón a manera de cartuchos de dinamita en miniatura rodeaba su cuerpo. En días posteriores, otra foto: esta vez alegres niños y niñas israelíes sin capucha escribían dedicatorias en misiles israelíes que iban a ser lanzados sobre el Líbano.

La apuesta, ya desde pequeños, es terriblemente desigual. Unos poseen la tecnología, otros solo su cuerpo. La primera imagen indignó a no pocos intelectuales, la segunda no removió apenas conciencias. ¿Cuál es más cruel?

A día de hoy, aquel pueblo perseguido y masacrado por ancestrales prejuicios europeos que lo llevaron casi a la extinción goza de una inmejorable salud. Convertido en un Golem, aquella figura mítica judía, especie de criado bobo hecho de arcilla al servicio de la religión más sectaria del planeta, la del pueblo elegido por Dios, ahí es nada, se ha convertido en sus antiguos perseguidores. Erich Fried lo describe en los primeros versos del poema “Escucha Israel”: «Al ser perseguidos/ fui yo uno de vosotros/ ¿Cómo podía dejarlo estar/ al convertiros en perseguidores?/ Vuestro anhelo era/ llegar a ser como los pueblos que os asesinaron/ Y ya sois como ellos».

Los misiles dedicados por niños judíos de «los hijos de la Luz» están cayendo sobre Gaza y ya nos encontramos ante miles de muertos, en este caso crías de los «hijos de la Oscuridad». Ahora mientras preparan la invasión por tierra han cortado el acceso al agua, la comida, la electricidad y los combustibles a dos millones y medios de personas o de «humanos animales» al decir del ministro de la guerra de Israel; un Estado en cuya carta de independencia no aparecen marcadas sus fronteras.

Otra vez los niños palestinos sólo dispondrán de su cuerpo para oponerse a los tanques sionistas. Nosotros mientras, ¿pararemos la guerra dándole al «pause» del mando a distancia o con radicales tuits?

Malditos sean.