Asimetrías y terrorismo
El gallego y heterodoxo Ramón María del Valle Inclán fue nombrado, durante la Segunda República, conservador general del Patrimonio Artístico Nacional, cargo del que dimitió poco después por el lamentable estado en que se encontraba precisamente el patrimonio hispano. Y aunque las crónicas no lo cuentan, también abandonó su cargo por esa eterna sensación de pertenencia que la élite económica y política tenía sobre la naturaleza de lo español, una constante histórica. Lo casposo y autoritario sobre lo democrático. Esa misma élite es la que años después marcó las pautas comunicativas sobre el llamado conflicto vasco y hoy nos titula que en Palestina hay una guerra entre Israel (un pueblo) y Hamás (una organización terrorista). Una justificación para dejar al margen las atrocidades del Gobierno de Bibi Netanyahu, ultraortodoxo y de extrema derecha.
Con la experiencia acumulada en Euskal Herria en las últimas décadas, el uso del concepto «terrorismo» tiene un propósito definido, lejos del de la guerra que, por cierto, parte de una premisa acoplada a su definición. Matar, a ser posible más que el enemigo. Una violación del derecho fundamental a la vida. Ya lo dijo el hoy centenario Kissinger: la guerra tiene como objetivo alcanzar «una legitimidad generalmente aceptada». ¿Legitimidad de quién?
Y un segundo propósito, en esa línea tan sutil que invade escenarios. Para despolitizar a unos de manera radical, sin contexto, sin causas, sin ideología. Y, como escribía Frédérick Lordon, para señalar que «la determinación de decir ‘terrorismo’ solo satisface necesidades apasionadas». O lo que es lo mismo, patologías. El recurso en la actualidad a las últimas décadas del conflicto armado en Euskal Herria tiene, precisamente, esa intención. Expulsar a un importante sector del pueblo vasco del escenario político bajo el argumento de que su pasado «terrorista» nada tiene que ver con la dinámica supuestamente asentada en términos democráticos e intelectuales.
Sin embargo, todo este magma dialéctico no es sino una construcción de quienes patrimonializan, como apuntaría Valle Inclán, el ser hispano (y francés). Naciones Unidas no ha llegado, después de casi 80 años, a una definición sobre el concepto, por el veto, entre otros, de EEUU e Israel. Por eso, cuando apunta a acciones terroristas, comienza con una frase que lo enmarca: «Actos delictivos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general». Lejos, por cierto, de la descripción asumida con las dos definiciones atribuidas al prusiano Karl Von Clausewitz: «La guerra constituye un acto de fuerza para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad» y «La guerra es una continuación de la política por otros medios».
Así, las guerras permiten a los Estados derogar sus compromisos con los derechos humanos. Ya lo dijo Rafael Vera para justificar los GAL: «aquello era una guerra». Por tanto, la violación de los derechos humanos estaba justificada. En la misma medida, si la guerra es de Israel contra Hamás, todo está permitido (a pesar de las convenciones de Ginebra que regulan y matizan con el término «crímenes de guerra») y los «excesos» son apropiados. Lo de Hamas, como en su tiempo lo de Hezbolah, Fatah, FPLP o el PKK en Kurdistan, es «terrorismo». Pulsión pasional. Patología. Necrosis de la inteligencia. No hay pueblo ni nación palestina, ni kurda, ni comunidad Artsaj (Nagorno Karabaj), sino simplemente terroristas.
En cambio, si los excesos los comete EEUU o Israel, por poner dos ejemplos, el amparo de la guerra les confiere el «derecho» a matar. En masa. Con los «daños colaterales», la población civil, incluidos. El derecho internacional también los abriga, con alguna excepción como la dictada en 2011 por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra Londres al ejecutar a civiles en Irak. La CPI (Corte Penal Internacional) juzga los llamados «crímenes de guerra», los «excesos» en los conflictos, pero ni EEUU ni Israel, entre otros, aceptan a la institución con sede en La Haya. No reconocimiento de «crímenes de guerra», que ahonda en el desprecio a las convenciones de Ginebra y avala el hecho de que en una guerra todo es apropiado.
¿Por qué no identificar como terrorismo a las acciones premeditadas contra la población civil? Sería lo lógico. Gernika y Durango fueron bombardeadas, siguiendo el criterio de Naciones Unidas de «planeados para provocar un estado de terror en la población en general». Ídem con los casos de Hiroshima, Nagasaki, Dresde, Mosul... el napalm sobre Vietnam, el gas mostaza español sobre el Rif, la masacre de civiles en Hudaida (Yemen), las torturas sistemáticas como método de terror (informes del IVAC). ¿Y los actos de bloqueo y embargo económico (Cuba, Gaza, Somalia...) que provocan malnutrición, hambre y miseria? ¿No son también actos terroristas?
Hay una evidente asimetría en el tratamiento de los conflictos. Nuevamente recuperando a Frédérick Lordon, la cuestión se refiere a las pautas para el análisis: «el terrorismo es una categoría no política, una categoría que saca a la gente de la política». Y de esa manera se confiere que el conflicto Palestina-Israel no es político. Así, se evaden las masacres contra la población civil, el bloqueo, las torturas, las desapariciones forzadas, la ocupación y el despojo sistemático de tierras que Tel Aviv ejerce sobre Palestina. Las acciones de Israel son una «guerra de defensa» y las esporádicas de Palestina, «terrorismo». En nuestra cercanía, aunque en una dimensión mucho más modesta, lo tenemos presente. El llamado conflicto vasco no es político, según los medios alimentados por esa elite casposa que relataba Valle Inclán.
Y, en consecuencia, y tras la deshumanización del enemigo, los depredadores históricos europeos hacen causa común con la estrategia sionista para seguir haciendo valer sus privilegios raciales, políticos, sociales, culturales y, sobre todo, económicos. Para concluir que el choque es entre demócratas y terroristas.