Enseñanzas del genocidio en curso
El campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente», escribió hace dos décadas y media el filósofo italiano Giorgio Agamben. En su opinión, el campo de concentración es el acontecimiento fundamental de la modernidad, a partir del cual no hay «retorno posible a la política clásica».
Agamben ha dedicado gran parte de su vida y varios libros a estudiar los campos nazis agrupados bajo el título de “Homo Sacer”. Su trabajo contribuye a mostrar con mayor claridad la política moderna posterior a la Segunda Guerra Mundial, y alumbra situaciones como la que viven los palestinos en Gaza y por muchos otros pueblos en diversas regiones del mundo.
Vincula el campo de concentración con el estado de excepción y, por lo tanto, con las políticas de seguridad de los Estados actuales. Destaca que el campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla, pero añade que está siendo progresivamente sustituido por «una generalización sin precedentes del paradigma de seguridad como técnica normal de gobierno».
En consecuencia, Agamben define el totalitarismo moderno como «una guerra civil legal, que permite la eliminación física no solo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político».
El desarrollo de este argumento lleva a considerar que el campo es un espacio donde predomina la «vida desnuda» (nuda vida), la vida despojada de cualquier derecho y cualidad humana. Por eso a quienes han sido excluidos y recluidos en el campo, «cualquiera puede matarles sin cometer homicidio». Matar a esas personas deja de ser crimen.
Esto es exactamente lo que sucede en Gaza, pero también en las favelas de Rio de Janeiro, en la valla de Melilla y en todos los espacios donde habitan seres humanos que han sido despojados de su humanidad por el sistema opresor, los medios de comunicación monopolizados y los Estados al servicio del capital financiero.
Sin embargo, hay algo que hace ruido, que muestra que las cosas no funcionan bien. Comparto plenamente este análisis, creo que es acertado y devela la realidad para volverla transparente. Lo que hace ruido somos nosotros. Algo similar escribí hace quince años, en 2008. Y también leímos textos similares durante buen tiempo. Hacia donde quero ir, es que cada vez que el sistema produce una barbaridad, denunciamos, criticamos, analizamos y nos manifestamos. Pero en realidad, no alcanza porque la historia se repite una y otra vez, y en cada ocasión el resultado es peor, como ahora.
En mi opinión, el «modelo Gaza» es muy eficiente, está siendo exportado o asumido por otras clases dominantes en otras partes del mundo para vigilar, controlar y castigar a sus clases populares, a los pueblos originarios y negros.
Esta mutación progresiva de los modos de dominación en Occidente, y especialmente en América Latina, nos coloca ante desafíos de nuevo tipo. Me limito a exponerlos brevemente.
El primero se relaciona con la democracia y muy en particular sobre qué tanta intensidad se le pone al sistema electoral en un régimen que se ha vuelto impermeable a los cambios estructurales. Por lo menos en este continente, cada son más los movimientos que solo ponen energía para evitar que gobierne el menos malo, sabiendo que es una opción de poco vuelo.
El segundo es mucho más complejo porque afecta de lleno nuestras culturas organizativas y al conjunto de los modos de hacer política. Hasta ahora nos hemos enfrascado en formas de hacer «hacia fuera», por decirlo de algún modo. La denuncia y las declaraciones, la propaganda y la agitación, las manifestaciones y todas las formas vinculadas a ella, están orientadas a convencer a las personas afines de la necesidad de participar en acciones (paros, huelgas, etc.) o en votaciones.
Este tipo de actividad pública y hacia el público, sumada a las reuniones internas para preparar tareas en esa dirección, consumen el grueso de las energías de los movimientos y fuerzas de izquierda. Sin embargo, esa cultura política destinada a modificar la relación de fuerzas en la sociedad y en las instituciones, ha encontrado límites muy precisos porque los fundamentos del sistema nunca han estado en cuestión. Y no pueden estarlo porque el sistema ha mutado, al punto que las viejas formas de acción «hacia fuera», incluyendo la toma del poder o del gobierno, no lo afectan en lo más mínimo.
Esta insignificancia de la acción colectiva afecta con mucha mayor intensidad a las personas jóvenes y a los sectores populares en América Latina, que son quienes más sufren las ofensivas militares y las crisis climáticas, las violencias de género y por el color piel. La deriva de muchos jóvenes, en particular varones, hacia posiciones de ultraderecha, debe comprenderse más como síntomas de desesperación por no tener futuro que a una opción ideológica definida.
La tercera cuestión va ganando centralidad, y se refiere a la necesidad de construir «nuestro» mundo ya que poco se puede esperar de los gobiernos de cualquier color. Debe reflexionarse lo que sucede en estos años en Argentina: bajo un gobierno progresista, la pobreza supera el 40 por ciento de la población, lo que puede dar una idea del fracaso del sistema político más allá del color del gobierno.
Por «nuestro» mundo entiendo la construcción de espacios de educación, de salud e incluso formas de trabajo que no dependan de las migajas de los gobiernos. En Buenos Aires vuelven a ganar intensidad emprendimientos derivados del movimiento piquetero, en particular en el sur de la zona metropolitana, con la creación de barrios comunitarios y cooperativas de cultivos agroecológicos, entre otras.
El genocidio contra el pueblo palestino es la avanzada de lo que están tramando contra los pueblos del mundo y aún no estamos preparados para afrontarla.