EDITORIALA

Las taras del sistema de Naciones Unidas no son excusa para sostener posturas cínicas

En un mundo cambiante, que poco tiene que ver con el que existía cuando se creó hace casi ocho décadas, la Organización de Naciones Unidas se encuentra asediada y cuestionada por sus desequilibrios de poder internos, por una contaminada cultura institucional, por la inercia burocrática, por sus sesgos primigenios y, cada vez más, por inauditas presiones.

Por primera vez en su mandato, António Guterres ha invocado el artículo 99 de la Carta fundacional de Naciones Unidas, que establece que su secretario general «puede llamar la atención al Consejo sobre cualquier tema que en su opinión puede amenazar el mantenimiento de la paz y seguridad en el mundo». Guterres demandó al presidente del Consejo de Seguridad que «presione para evitar una catástrofe humana» en Gaza, e insistió en la necesidad de un alto el fuego humanitario.

El canciller israelí, Eli Cohen, respondió que «el mandato de Guterres es un peligro para la paz mundial. Su petición de activar el artículo 99 y el llamamiento a un alto el fuego en Gaza constituye un apoyo a la organización terrorista Hamas y un respaldo al asesinato de ancianos, el secuestro de bebés y la violación de mujeres (sic)». Poco después, EEUU volvía a vetar la decisión en el Consejo de Seguridad.

EL ESPÍRITU MERMADO DEL «NUNCA MÁS»

Fue el segundo secretario general, Dag Hammarskjöld, quien quizás mejor resumió la función de la ONU al decir que «fue creada, no para llevar a la Humanidad al cielo, sino para salvarla del infierno». Los retos de la ONU en este momento histórico son inabarcables, pero no cumple ese mandato mínimo.

Por un lado, los intereses de los poderes económicos impiden avances a la altura de la amenaza civilizatoria que supone la emergencia climática, tal y como se está viendo en la COP28. Por otro lado, el derecho a veto y las trincheras geopolíticas hacen inoperativo el andamiaje normativo internacional para la salvaguarda de los derechos humanos y las libertades políticas. La concurrencia de dos conflictos bélicos, en Ucrania y en Palestina, exacerba las contradicciones y pone en evidencia la impotencia. Hay un genocidio en marcha y no pueden pararlo.

La desigualdad de representación entre el centro atlantista y la periferia global liderada por China como contrincante por la hegemonía desvirtúa la capacidad de Naciones Unidas para asumir la multilateralidad y defender el interés general.

A los problemas estructurales se le suman los contingentes. En la pandemia del covid-19, los Estados más desarrollados vetaron una redistribución de las vacunas que pudiese atajar la expansión del virus. La ONU fue incapaz de forzar esa redistribución, pero sin su ayuda el desastre hubiera sido mucho mayor. La urgente necesidad de esa ayuda es una constante.

En estos momentos, el desarrollo de la Inteligencia Artificial requiere de una normativa que marque límites y moratorias. La Unión Europea ha dado un primer paso, pero al igual que con la pandemia, urgen consensos globales. Lo mismo ocurre con la pobreza y el hambre, los éxodos, las armas nucleares…

En general, hay un rearme internacional de fuerzas autoritarias y retrógradas, contrarias a los valores humanistas de igualdad, justicia y libertad, que puede acceder al poder político en diferentes estados y orquestar un frente neofascista. No vale despistarse.

Si bien las críticas a la ONU -tanto las filosóficas como las operativas- son pertinentes, muchos de sus tratados y declaraciones contienen los valores y los consensos que deben guiar una política internacional justa. El cinismo nunca será superior ni revolucionario. Por eso, las sociedades de todo el mundo están reclamando que se respeten esos pactos, se paren las guerras y se negocie una paz justa y duradera.