Kepa ARBIZU
CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE CHILLIDA

Eduardo Chillida, cien años desafiando al vacío

Enero de 2024 nos traerá la conmemoración de los cien años del nacimiento del ilustre escultor, convirtiéndose en un hito para el arte vasco gracias a una obra de fuerte arraigo local pero definida por una vocación universal confirmada por la naturaleza de una creación que se extiende a lo largo del planeta.

La emblemática ‘‘El peine del viento’’.
La emblemática ‘‘El peine del viento’’. (Jon HERNÁEZ | FOKU)

El portero de fútbol es la única posición que por su ubicación y condición estática tiene el privilegio de contemplar en toda su inmensidad el terreno de juego, ostentando la posibilidad de observar con mayor nitidez la forma en que se distribuyen y organizan el resto de competidores en él. Esa mirada global del escenario que la demarcación que un joven Eduardo Chillada (10 de enero de 1924 - 19 de agosto de 2002) desarrolló durante su breve incursión, interrumpida a causa de una lesión, en el terreno balompédico, militando en la Real Sociedad, perfectamente puede ser extrapolable a la esencia, ampliamente matizada y desarrollada con el paso del tiempo, sobre la que se instalaría su genio creativo.

Nacido en el seno de una familia de marcado arraigo vasco, concepto que nunca abandonaría y que implementaría a lo largo de su trayectoria, su traslado a Madrid para cursar estudios de arquitectura en la Universidad Politécnica y más tarde de dibujo y escultura en el Círculo de Bellas Artes, pese a dejarlos inacabados, lo que ya señalaba su carácter inquieto e inconformista, supusieron un aprendizaje clave de cara a la configuración de su legado.

Una trayectoria que continuó alejada del asfixiante ambiente franquista para dirigirse hacia París, lugar en el que, además de empaparse de la obra de artistas como Picasso o Constantin Brancusi, encontró en la representación figurativa de tradición helénica su primera aproximación creadora, derivando en la realización de esculturas talladas en yeso como ‘‘Forma’’, ‘‘Torso’’ o ‘‘Concreción’’, que pese a entroncar con una corriente realista ya anunciaban un gesto inequívoco de subvertir formas y formatos. Incómodo con la posibilidad de haber encorsetado con demasiada premura su trabajo, Chillida decidirá abandonar la capital francesa para regresar a su hogar.

Es con su llegada a Donostia, donde contrae matrimonio con su inseparable pareja sentimental, Pilar Belzunce, y concretamente tras su trato con el hierro en la fragua de Manuel Illarramendi, cuando surge la fascinación por dicho elemento. Una relación que alumbrará la trascendental ‘‘Ilarik’’, su iniciática aproximación a un lenguaje abstracto que interpela al vacío en busca de dotarle de armonía, como certifican ‘‘Música de las esferas’’, ‘‘Rumor de límites’’ o la icónica ‘‘El peine del viento’’, que obtiene su sentido definitivo en la relación entablada con el contexto natural.

Una búsqueda por explicar la esencia del ser humano junto a su entorno que logra la aprobación y admiración unánime, consiguiendo exponer en las galerías y ciudades más representativas del mundo.

Bajo ese insaciable instinto por hallar un renovador aliciente que impulse su inspiración, la madera o el acero pasarán a ser materiales que también son moldeados por su imaginación, mientras que de su viaje a Grecia recogerá el haz iluminador de aquella zona para ‘‘atravesar’’ unas construcciones de las que si su máximo exponente debía ser el mastodóntico e interrumpido proyecto en la montaña de Tindaya (Fuerteventura), la retroalimentación con el espacio público ejercida por la ‘‘Casa de Goethe’’, en Fráncfort, visibiliza dicho propósito.

Ligazón de unas obras con su contexto que, cada una desde su propia idiosincrasia, completan la historia de las propias localidades donde son instaladas, ya sea de la mano de ‘‘Gure aitaren etxea’’, en Gernika-Lumo, o ‘‘Berlín’’, que con sus robustas pero elásticas formas pretende rubricar la concordia entre pueblos.

El levantamiento, en un idílico paraje situado en Hernani, el año 2000 de su propio museo, Chillida Leku -un proyecto que tiene su génesis décadas atrás con la adquisición del baserri Zabalaga, del siglo XVI-, además de mausoleo para glosar la obra de un artista irrepetible, contiene la virtud de recoger la esencia de su talento, que sirviéndonos de sus propias palabras se puede simbolizar como ya un centenario árbol de consistentes raíces ancladas a su tierra pero con unas cada vez más frondosas hojas capaces de dar cobijo y sentido a la humanidad.