JAIME IGLESIAS
Entrevue
MAITE ALBERDI
Cineasta

«‘La memoria infinita’ es un relato no sobre el olvido, sino sobre el recuerdo»

Nacida en Santiago de Chile en 1983, es una de las voces más singulares del documental latinoamericano. Tras largometrajes como ‘‘El agente topo’’ (Premio del Público en Zinemaldia), la cineasta de origen vasco estrena ‘‘La memoria infinita’’, una emocionante historia de amor con el alzhéimer como telón de fondo.

(J. DANAE | FOKU)

Augusto Góngora fue uno de los referentes del periodismo cultural en Chile y una figura destacada dentro de la oposición al pinochetismo. Él siempre luchó para mantener viva la memoria de los desaparecidos y de los asesinados por la dictadura. Paradojas de la vida, en 2015 se le diagnosticó alzhéimer y la cineasta chilena de origen vasco Maite Alberdi decidió documentar ese proceso de pérdida de memoria junto con la actriz Paulina Urrutia, esposa de Augusto y exministra de Cultura durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet. El resultado es un filme luminoso y emotivo, donde se confrontan presente y pasado hasta vincular memoria individual y memoria colectiva.

¿Cómo comenzó a dar forma a este filme? Porque me imagino que resulta difícil invadir la intimidad de una pareja para mostrar los estragos de la enfermedad de alzhéimer en alguien como Augusto Góngora.

Fue un trabajo que tomó mucho tiempo. Al principio fue difícil para todos, sobre todo para Paulina, ya que ella había sido ministra y Augusto era una figura muy conocida como comunicador, como tal, ambos sabían lo que era la exposición pública y los riesgos que esta conlleva. Augusto, sin embargo, estaba muy convencido de hacer la película, tanto por el hecho de visibilizar el alzhéimer como por una cierta deontología profesional. Según él, si como periodista se había visto beneficiado de todas las personas que le habían abierto las puertas de sus casas para que pudiera contar sus historias, no tenía sentido que él no hiciera lo propio para mostrar su tragedia. Y ese argumento fue el que terminó de convencer a Paulina. A partir de ahí, al no tener un plan de rodaje como tal, grabamos sin prisas, cuando ellos podían o cuando les apetecía, y eso hizo que fuera todo bien orgánico, tanto lo que pasaba como lo que filmábamos. También ayudó que fuéramos un equipo muy reducido, de apenas tres personas, y que ellos estuvieran muy familiarizados con el hecho de estar delante de una cámara.

¿Esa familiaridad de ambos con la cámara, cambia mucho la mirada del documentalista?

Digamos que se establece otro vínculo que con aquellas personas que no tienen ese hábito de ser filmadas. Por ejemplo, en el caso de Augusto, yo ya había filmado antes a personas con demencia y siempre hay un punto en el que tienes que explicarles qué hace la cámara ahí y eso con él jamás me pasó. Por otro lado, al estar tan familiarizados con la cámara, ambos tenían esa cosa de adecuar sus movimientos corporales a los movimientos de cámara, pero de una manera muy natural, muy instintiva, olvidándose de que la cámara estaba ahí.

Frente a otros documentales suyos, este parece menos construido, parece que todo fluye de una manera muy natural y no sé si eso se debe a todo esto que acabamos de comentar.

Paulina dice una cosa muy divertida y es que ‘La memoria infinita’ es la película menos Maite de todas las que hizo Maite y, por eso mismo, finalmente, la más personal y la más mía de entre las que rodé. El caso es que es un documental que está construido sobre recursos que jamás había utilizado antes: nunca había usado archivo ni le había pasado la cámara a un personaje para que se grabase en su intimidad… Todo eso creo que ha contribuido a que se sienta un documental mucho más espontáneo en sus formas que otras películas mías, pero en la construcción final, la gestión de las emociones es muy similar a la de mis anteriores trabajos.

La narrativa final de ‘La memoria infinita’ es la de una historia de amor y también la de un relato no sobre el olvido, sino sobre el recuerdo, sobre la memoria en su acepción más amplia y sobre cómo a través del pasado podemos comprender mejor el presente.

¿Cómo gestionó esos recursos que utiliza aquí por primera vez?

Si algo he aprendido haciendo documentales es que cada personaje al que filmas demanda unos recursos muy concretos y, en este caso, se me antojaba imposible contarlos a ellos sin echar mano de imágenes de archivo. De inicio, fui reacia. Pensé que lo que quería contar era la historia de amor entre dos personas atendiendo únicamente a su presente. Solo después me di cuenta de que esa historia de amor estaba tan relacionada con las personas públicas que fueron y con la mirada política de ambos que su presente únicamente podía dimensionarse retratando su pasado. Fue por eso por lo que terminé anteponiendo aquello que demandaba el relato a, digamos, mi estilo como documentalista.

Ese uso de material de archivo no solo redimensiona a los personajes sino que redobla la emotividad del filme. ¿Está de acuerdo?

Completamente. Cuando a menudo me preguntan ‘¿fue muy doloroso filmar ese proceso de deterioro cognitivo?’, yo siempre respondo ‘no, de hecho fue muy divertido’. Y es que en pocos rodajes he disfrutado tanto: la disposición que mostraron, su humor, el cariño que se demostraban… Ambos decidieron pasarlo bien en su enfermedad y Paulina hizo algo muy inteligente y muy sanador: encarnar la memoria de Augusto. Ella resolvió estar ahí para repetirle, veinte veces si hacía falta, quién era él y para construir juntos su relato. Dicho esto, donde realmente lo pasé mal, y reconozco que me quebré, fue en la sala de montaje, cuando, a través de todo ese material de archivo que reuní, pude constatar que esa mirada de amor era la misma hace veinte años que ahora. Ahí sentí una emoción muy fuerte que intuyo que es la misma que siente el espectador.

Pero al margen de todo eso, el uso de ese material de archivo también sirve para crear un vínculo muy potente entre la memoria individual de ellos y la memoria colectiva de todo un país. No sé si fue algo deliberado por su parte potenciar esa relación.

No es el tema central de la película, pero fue una capa que fue apareciendo y que no podía obviar. Para mí hay una escena clave que fortalece ese vínculo y es cuando Augusto, a pesar de estar perdiendo la memoria, es capaz de recordar, perfectamente, cómo torturaron y asesinaron a su amigo en la dictadura. Hasta el último día él siempre tuvo muy presente ese recuerdo y el hecho de que ese dolor permanezca ahí en alguien que no es capaz de decirte lo que hizo ayer, resulta muy elocuente de lo que fue aquella época, una época de miedo y de dolor. El carácter indeleble de ese dolor es lo que para mí justifica la necesidad de que se trabaje la memoria histórica.

Resulta paradójico y doloroso que, justamente, sea alguien como Augusto Góngora, que consagró su vida a mantener viva esa memoria histórica, el que sufra una enfermedad que le lleva a perder los recuerdos.

Sí, es la gran paradoja del que queriendo conservar la memoria de los demás pierde la suya. Pero al mismo tiempo, la actitud de Augusto nos ofrece una gran lección sobre el amor, que es el sentimiento sobre el que sostiene esa memoria histórica.

En este sentido, yo creo que la película aporta mucho en la reconstrucción de esa memoria emocional justo ahora que recién se cumplieron 50 años del Golpe de Pinochet, cuyas trágicas consecuencias muchos se empeñan en ignorar, cuando no directamente en negar. Frente a ese negacionismo histórico y a esa justificación insólita de las violaciones de los derechos humanos que lleva a cabo la extrema derecha, es importante difundir la idea de que, por mucho que quieran cuestionar los datos de desaparecidos y alterar la información, ese dolor que generaron jamás van a poder borrarlo porque siempre va a estar ahí presente en las víctimas. La narrativa de la memoria histórica se basa justamente en eso: no hay que contar solo los hechos sino transmitir, de generación en generación, lo que aquellos hechos supusieron a nivel emocional.