Dabid LAZKANOITURBURU

Ganar unas presidenciales en Rusia

Alineamiento tras el comandante en jefe en una guerra lejana, nostalgia idealizada de un pasado que nunca fue y de un mundo conservador pero predecible, miedo al cambio y a otra crisis en la convulsa historia de Rusia... Elementos que junto a la verticalidad del poder y las regularidades (voto electrónico y puerta a puerta) forman un puzzle que ayuda a explicar la victoria a la búlgara de Putin.

Ganar unas presidenciales cuando has articulado un sistema autoritario blando con la mayoría de la población, pero implacable contra cualquier conato de oposición real -muerte, cárcel o exilio- es siempre más fácil.

Como lo es cuando te aseguras el casi omnímodo monopolio de tu candidatura en los medios de comunicación. Y cuando los rivales tolerados han sido prácticamente fagocitados.

Poco tenían que ofrecer contra Vladimir Putin el candidato de un PCFR tan o más expansionista, más allá de recetas sociales que ya son convenientemente moduladas y vendidas por el Gobierno. O el cabeza de lista de una ultraderecha que no puede competir con el panruso inquilino del Kremlin, salvo quizás en una vuelta de tuerca más a la xenofobia, nunca erradicada. O un aspirante liberal de última hornada. Para liberal, el propio presidente ruso. Liberal a su manera y para su bolsillo, y el de su entorno, por supuesto.

DICHO ESTO, YERRA QUIEN NO PERCIBE EL INCONTESTABLE APOYO POPULAR A ESTE NUEVO, PERO YA VETERANO ZAR (CÉSAR),

que llegó al poder en los albores del nuevo milenio y logró, de un lado, conjurar el riesgo total de implosión económica de Rusia desatado en 1998, tras siete años de seguidismo prooccidental de su antecesor y mentor, Boris Yeltsin. Y, de otro, restaurar manu militari en la indómita Chechenia el orgullo herido de una nación cuyo Ejército sufrió una bochornosa derrota en las calles de su capital, Grozni en 1995.

Chechenia no fue finalmente para Rusia el Afganistán para la URSS. Y eso no lo olvidan los rusos, que, a falta de poder competir históricamente con Occidente, reivindican los siglos de conquista y «civilización» de los bárbaros e infieles del Cáucaso hasta Siberia, pasando por Asia Central.

Tampoco olvidan la arrogancia y condescendencia del ganador con la que sobre todo EEUU ha tratado a Rusia en los últimos decenios tras medio siglo de Guerra Fría y al calor del desplome del sistema soviético.

Pero quizás el problema va más allá y nace de un desencuentro, también histórico, con Europa de las élites de un inmenso país que, desde Iván El Terrible (Grozny), trataron de acercarse sin éxito a Occidente y desde entonces han respondido cíclicamente abrazando el nunca abandonado modelo asiático del poder, vertical y alejado de rituales como la legalidad formal. A los disidentes se les calla la boca y a los «traidores» se les liquida. Sin disimular.

PUTIN ES, A OJOS DE NO POCOS RUSOS, EL ÚNICO LÍDER CAPAZ DE GARANTIZARLES EL RECUERDO NOSTÁLGICO

de un «gran» pasado edulcorado, como todos, por la memoria, siempre edulcorante, y en el que, pese a todo, fueron siempre más perdedores que ganadores.

Para estos, es el único que tiene credenciales de garante de una seguridad y una paz amenazada, real y a la vez exagerada, por el enemigo, pero a la vez atractivo Occidente.

Es para otros el guardián de las esencias del «alma rusa», eso que no se sabe realmente qué es, pero que permite a sus defensores apostar por las viejas tradiciones y costumbres que retrotraen a Rusia a la versión más rancia de la ortodoxia.

Para otros rusos, es el único líder, porque no conciben que pueda haber otro. Y temen que, de haberlo, Rusia pueda sumergirse en otra grave crisis como las que jalonan su conculsa historia.

Para los últimos, Putin es el enemigo a batir. Pero estos no cuentan. No solo porque son pocos, sino porque, aun siendo pocos, son diezmados o silenciados.