Maite UBIRIA BEAUMONT
1980

«¡Cese la represión!», el último mandato de Monseñor Romero

La beatificación de Monseñor Óscar Romero tuvo lugar en 2015, en El Salvador. Su canonización, en 2018, en Roma.
La beatificación de Monseñor Óscar Romero tuvo lugar en 2015, en El Salvador. Su canonización, en 2018, en Roma. (Fotografía: WIKIMEDIA COMMONS)

El nombramiento como arzobispo de San Salvador de Óscar Arnulfo Romero no se interpretó precisamente como un guiño a la teología de la liberación, pero el compromiso del prelado al lado de los pobres y su denuncia de las violaciones de derechos humanos hicieron que, tras morir tiroteado, pasara a ser un mártir de la represión vivida en el país americano.

Sus palabras de denuncia en una misa celebrada precisamente ante los militares pasarán a la historia como su último alegato contra la represión que padeció el pueblo salvadoreño. Ese postrero sermón, pronunciado el 23 de marzo de 1980, pasó de ser un mensaje, lanzado ante unos cuantos militares, a convertirse en un altavoz para la historia.

«(...) En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!», fue la primera encomienda, clara y directa, dirigida a esos fieles uniformados.

La homilía ponía un freno moral a la «obediencia debida», tantas veces aducida para justificar violaciones de derechos elementales. Y recalcaba que nada justifica el cumplimiento de una ley injusta.

Estas fueron las palabras exactas que pronunció el arzobispo Óscar Arnulfo Romero: «Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios... Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla».

Con esa homilía, el religioso se convirtió, más si cabe, en un peligro a ojos de quienes aspiraban a seguir con su cruzada contra los sectores populares salvadoreños.

BALAS PREVENTIVAS

Solo un día después, el 24 de marzo de 1980, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, de 62 años de edad, era tiroteado mortalmente. Le dispararon mientras oficiaba la eucaristía en la capilla del Hospital Divina Providencia, en San Salvador.

Habría que esperar hasta 1992, año de la firma de los Acuerdos de Paz de Chepultepec, suscritos por el Gobierno de El Salvador y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), para que se proclamara el final oficial de un sangriento conflicto que se prolongó durante una larga década y que dejó tras de sí no menos de 90.000 muertos.

Ni la muerte del religioso ni las otras y muy graves violaciones de derechos humanos que le precedieron y sucedieron pudieron ser objeto hasta entonces ni de un amago de investigación.

Fue en 1993 cuando la Comisión de la Verdad prevista en esos acuerdos de paz emitió un informe en el que se apuntaba con claridad a quien dio la orden de matar a Monseñor Romero: Roberto D’Abuisson, militar y fundador de la derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).

PUERTA A LA ESPERANZA

El informe, titulado “De la Locura a la Esperanza: La guerra de los doce años en El Salvador” era taxativo en cuanto a la responsabilidad del que fue elegido diputado e investido candidato a la Presidencia del país.

No solo se acreditaba con precisión la orden dada a quienes se encargaron de supervisar el crimen, sino que también se aportaban pruebas de cómo se ejecutó la operación y hasta del pago que recibió el francotirador. Ello no impidió que se impusiera un nuevo compás de espera. Esta vez hasta 2016, cuando una vez anulada la Ley de Amnistía, que garantizó la impunidad a los militares, se pudo abrir el caso. Esa decisión de la Corte Suprema situó a la sociedad salvadoreña ante el doloroso proceso de recordar, sin ir más lejos, la masacre de un millar de campesinos en El Mozote (1981), y otra matanza cuya onda expansiva se sintió de lleno en Euskal Herria: la perpetrada en la Universidad Centroamericana (UCA), en 1989.

Seis jesuitas, entre los que se encontraba el vasco Ignacio Ellacuria, así como la esposa y la hija del guardia de ese centro educativo católico, fueron ejecutadas por un grupo de militares.

32 años más tarde, fue la Audiencia Nacional española la que dictó sentencia condenatoria contra Inocente Orlando Montano, coronel salvadoreño y exviceministro de Seguridad Pública, responsable del ataque que costó la vida al teólogo vasco y a sus compañeros.

Para que el tiempo no borre de la memoria lo ocurrido, un centenar de pertenencias de los fallecidos se muestran en la conocida como la Sala de los Mártires ubicada en el Centro Monseñor Romero habilitado como lugar de memoria en el campus de la UCA.

MUERE D’ABUISSON

La verdad ha debido recorrer un lento y tortuoso camino en El Salvador. De hecho, ha llegado antes la proclamación de la santidad de Romero -previamente beatificado en 2015, fue canonizado en Roma en 2018- que una resolución de la justicia terrenal.

La reapertura en 2017 del sumario dio lugar a una orden de investigación un año después. Sin embargo, según denunció la defensa en 2023, «nunca se tradujo en diligencias efectivas para llevar ante la Justicia a los responsables del crimen», que sigue impune cuatro décadas después. El presunto patrocinador, Roberto D’Abuisson, cambió el uniforme por la política sin problemas. Nunca respondió ante la Justicia. Falleció de enfermedad en 1992. Tenía 47 años de edad.



[2001] Robert Laxalt, pionero de la novela vasco-americana

Robert Laxalt falleció un día como hoy de 2001. Auténtico notario de la diáspora vasca en Estados Unidos, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, el 25 de septiembre de 1923, otro escritor, Gil Arrocena, ofreció en 2023 en las columnas de Mediabask su particular tributo al pionero de la novela vasco-americana. En esa reseña, que puede leerse en su integridad en NAIZ, se recuerda que en 1957 la publicación de su primera novela, “Dulce tierra prometida”, llevó a Laxalt a alcanzar una inesperada popularidad internacional al escribir un relato ficticio de la vida de su padre, un humilde pastor de Nevada.

«Ese libro íntimo es un hito porque proporciona la visibilidad necesaria para los vascos de América del Norte», aunque en realidad, estima Arrocena, va más allá, ya que «Robert Laxalt glosa la historia de los inmigrantes vascos y describe de manera más general las difíciles condiciones de vida de todos los pastores del gran Oeste americano. Gracias a él entendemos mejor lo que significa abandonar el país natal, las difíciles condiciones de vida, la nostalgia y el mantenimiento de una identidad particular».