Yolanda ANSÓ
Hija y nieta de represaliados
KOLABORAZIOA

¿Derribar Los Caídos? Por supuesto que sí

Mi abuelo materno, Hilario, era calderero en una empresa de fundición de Amurrio, en 1936, cuando Mola, Franco y sus secuaces se levantaron contra el legítimo gobierno de la República, elegido 4 meses antes. Afiliado a la UGT, integró las milicias del ejercito vasco en primera línea de defensa, en los altos de Amurrio, en el Batallón Leandro Carro, hasta que fue hecho prisionero en Santoña. Durante 4 años estuvo desaparecido, sin que su familia supiera si estaba vivo o muerto, ni dónde estaba. Fue condenado a 30 años de cárcel por rebelión y una multa de 5.000 pesetas, una fortuna entonces. A él, que defendía el gobierno legítimo.

Su mujer, mi abuela Loren, tuvo que huir sin saber qué era de su marido, y con su padre en silla de ruedas y tres pequeñajos de 7, 5 y 2 años. Vivió el exilio en Beaugency, en Francia, dejando atrás su casa y sus pertenencias y su vida. Nunca las recuperó. De Francia pudo volver a Pamplona y consiguió el auxilio de su familia, pues ella era de Pamplona. Pero su padre, mi bisabuelo, murió en Nantes sin poder estar con su hija ni superar el exilio.

Tras una búsqueda incesante, la Loren pudo enterarse de que Hilario estaba vivo y preso en el Penal del Puerto de Santa María. Cuatro años estuvo allí, hasta que en 1941 Franco concedió un indulto a muchos de los prisioneros republicanos.

Para entonces, en Navarra, la Junta de Guerra Carlista y los falangistas ya habían asesinado a casi 4.000 personas siguiendo la máxima de Mola: «Hay que sembrar el terror hay que dejar sensación de dominio eliminando a todos los que no piensen como nosotros».

Para entonces, Franco y Conde de Rodezno ya habían mandado fusilar a más de 150.000 republicanos, en las distintas cárceles y campos de extermino del Régimen por toda la España «Una, Grande y Libre».

Cuando mi abuelo llego a Pamplona, Lorenza y él se implicaron en la atención y auxilio a los presos del Fuerte de San Cristóbal y a sus familiares, que venían a Pamplona de Castilla, Extremadura, Galicia y otros lugares.

Mi madre, que con 7 años ya conoció el exilio en Francia, con su hermano de 5 y su hermana de 2 años, acompañaba a las mujeres de los presos hasta el fuerte para enseñarles el camino. Tenía 12 años.

Mi abuela paterna, María Apesteguia Zabalza, junto con sus hermanas Julia y Alejandra, vivían en Jarauta, en 1936, también eran militantes de las Juventudes socialistas. Sus hermanas tuvieron que huir a Francia cuando un vecino les avisó de que los falangistas les buscaban, porque aparecían en las listas de militantes del Partido Socialista de Pamplona, que habían sido requisadas por los golpistas. No volvieron a Pamplona hasta que murió Franco. Mientras, la familia nos juntábamos en Hendaya para evitar peligros.

Mi abuela María, fue encarcelada en 1944 en Zaragoza acusada de pertenecer al Socorro Rojo. Para entonces, mi padre, con 10 años, ya acompañaba a guerrilleros del maquis hasta el Seminario para enseñarles el camino a la frontera.

Mientras, mi familia, al igual que casi toda Navarra, pasaba penurias, represión y vejaciones, el Régimen Nacional-católico, levantaba un mausoleo-monumento gigantesco para honrar a Mola y Sanjurjo, dos generales instigadores del genocidio de gentes de izquierdas y para dejar muy claro quien mandaba en Navarra.

Mis padres han vivido en Santa Marta y trabajaban como carniceros en el Mercado del Ensanche. El camino más corto para ir de su casa al trabajo era cruzar la plaza Conde de Rodezno, pero siempre daban un rodeo para no pasar por delante de los Caídos, pues suponía contemplar el monumento permanente a la iniquidad, el asesinato y la represión contra ellos y los suyos.

Las Asociaciones de Memoria piden el derribo del Monumento a los Caídos. Hay quien defiende la resignificación. Si mi bisabuelo, abuelo y abuelas, tías, militantes socialistas en aquella época, si mi madre y mi padre levantasen la cabeza, dejarían muy claro que la dignidad de las víctimas «no es compatible con el mantenimiento de ese monumento», pues, aunque se destine a biblioteca, sala de exposiciones o sala de juegos, su presencia, imagen y esencia será por siempre el Monumento al Golpe de Estado, a Mola y a Sanjurjo.