¿Transición energética?
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto», así comienza la conocida obra de Franz Kafka “La metamorfosis”. Situación asimilable al proceso de metropolización del territorio que se ha operado en Euskal Herria hasta convertirla en Euskal Hiria, pasando del territorio vivido y sentido con señas de identidad propias, al espacio globalizado de flujos de materiales y energía en una metrópolis neoliberal. Desde las ferrerías a la industria naval, de la revolución industrial a la terciarización, con todas sus secuelas sociales, culturales y ambientales.
El proceso de capitalización del espacio que ha convertido nuestros ríos en ataúdes de hormigón, ha colmatado los valles, cementado la tierra agraria productiva y masacrado la biodiversidad, ahora pretende asaltar los montes, el último reducto del imaginario colectivo; desprecia el paisaje y su carácter referencial de identificación identitaria, al ser uno de los objetos simbólicos con mayor capacidad de generar el sentimiento de pertenencia. Nos encontramos ante la reinstauración de una especie de derecho de pernada sobre el territorio, ahora de carácter energético, con manto verde renovable, fruto de una nueva espiral especulativa.
Primero los límites al crecimiento (Club de Roma 1972), después el desarrollo sostenible (Río de Janeiro 1992), ahora la transición energética, a raíz del cambio climático (Protocolo de Kyoto 1997, Acuerdo de París 2015). El desarrollo sostenible llamado a paliar la fractura ecológica en el metabolismo entre naturaleza y sociedad, también llamada «fractura antropogénica» o en palabras de F. Engels «venganza de la naturaleza», se ha revelado como una cortina de humo para hacer soportable lo insostenible. Los apóstoles del futuro que hablan en estos términos tienen un cadáver en la boca. ¿Alguien puede creer que sus causantes serán quienes encuentren las soluciones?
Efecto invernadero, cambio climático, emergencia climática, crisis energética. Hemos pasado de una constatación científica a la alarma social, para desembocar en un término económico. Las palabras suelen esconder conceptos equívocos (o interesados), que se convierten en instrumentos de lucha ideológica, el concepto de «transición energética» es uno de ellos. Ley de Transición Energética y Cambio Climático en la CAV, Ley Foral 4/2022 de Cambio Climático y Transición Energética en Nafarroa, Ministerio para la Transición ecológica en el Reino de España.
La batería legislativa adopta de forma unánime el concepto de «transición», que significa cambio, transformación, metamorfosis (otra vez el Gregorio Samsa de Kafka). A su vez, «transición energética» se define como el conjunto de cambios en los modelos de producción, distribución y consumo de la energía para evitar las emisiones de gases de efecto invernadero.
Modelos de producción, distribución y consumo. ¿Alguien de verdad piensa, desde una actitud intelectual honrada, que se puede hablar de transición energética sin reducir el consumo y no solo el energético? ¿Sin tocar nuestro tejido industrial intensivo en capital y energía? ¿Sin limitar los desplazamientos y sin articular una red de transporte colectivo que proscriba el automóvil? ¿Sin acabar con la sociedad de consumo y la obsolescencia planificada? ¿Sin escalar la tecnología a los límites de la vida en el territorio? ¿Sin recuperar el valor de uso frente al valor de cambio?
En cuanto al modelo de distribución, lejos de apostar por un modelo descentralizado y de cercanía, más acorde con el deificado discurso de las energías renovables y la eficiencia energética, la cruda realidad pasa por la construcción de interminables líneas de muy alta tensión, tanto de evacuación como de transporte. Solo los proyectos actualmente en tramitación de 400.000 voltios en el Sur de Euskal Herria, de los promotores Forestalia (Kyoko, Ume, Tebe, Tara, Umiko) y Red Eléctrica de España (Itxaso-Castejón/Muruarte, Güeñes-Itxaso, además de la interconexión submarina por el Golfo de Bizkaia) supondrían un vía crucis de 700 kilómetros jalonado por más de 1.500 torretas de hasta 90 metros de altura.
Estamos ante un nuevo cambio, no de paradigma, ya que nunca se ha dado una transición energética real, sino un cambio por adición. Los proyectos asociados a las energías renovables que posibilita la nueva legislación son incompatibles con la normativa de protección de espacios y especies, con la de ordenación del territorio, con la agroforestal, con la defensa de la soberanía alimentaria y el medio rural (con la multifuncionalidad que se le atribuye); artificializan el suelo y agotan las materias primas.
No hay soluciones fáciles para afrontar el cambio climático, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. De la misma forma que no basta con encomendarse al decrecimiento sin concretar en qué sectores, con qué intensidad, cuáles serán sus efectos y la forma de paliarlos, tampoco lo es recurrir al tótem reduccionista de la apelación a las energías renovables como solución mágica, con su corolario de pérdida de biodiversidad natural y cultural.
Necesitamos articular un verdadero debate de país, pospuesto hace demasiado tiempo, donde abordar el modelo energético unido a la necesaria cualificación y transformación del tejido productivo, junto a medidas como el control público de la energía que serían más eficaces y realistas para no superar la capacidad de acogida del territorio. La disociación entre los planteamientos discursivos asociados a la sostenibilidad y su plasmación en la práctica, hablar de «transición energética» sin poner en discusión las bases del sistema económico, es como hacerse trampas al solitario y nos sitúan a las puertas de un nuevo salto en el proceso de expropiación global de nuestra tierra.