El derecho de vivir en paz
Han pasado más de cincuenta años desde que el chileno Víctor Jara recitó la canción que da título a este artículo. Una protesta por la intervención genocida de Washington en Vietnam, después de que las tropas norteamericanas sustituyeran a las francesas. El colonialismo se reinventaba a sí mismo, mientras los EEUU mandaban en la agenda internacional para imponer su modelo económico, disfrazado con algún tinte político. “El derecho de vivir en paz” fue rescatado en una versión de Fermín Muguruza, en tiempos donde nuestra libreta festiva se veía salpicada con la intervención de Anje Duhalde y su «Bakezaleak gera eta bakean bizi nahi dugu».
Crecimos entre los ecos de la guerra de Vietnam y las noticias de agencia que exaltaban a los marines y denigraban a los «comunistas amarillos» de Ho Chi Min. En medio de esa censura ideológica, la fotografía de Kim Phùc, aquella niña que corría desnuda, con el semblante encrespado de dolor por el napalm que abrasaba su piel, saltó los filtros mediáticos. El sufrimiento de un niño ablanda corazones, traspasa trincheras. ¿Y si los que se decían «buenos» y salvadores de la humanidad, eran en realidad los malos de la película? Como en aquellas producciones de Hollywood en las que los cherokees, sioux o arapahoes eran deshumanizados y enlatados en un colectivo inexistente: «indios». Sus caballos eran los más lentos en las series y su torpeza no tenía límites. Salvajes, no hablaban inglés. Siempre supimos que nuestra condición de pueblo sojuzgado nos acercaba a los apaches y nos alejaba de El Álamo.
Desde Vietnam, continuamos recorriendo la ruta y, de nuevo, Víctor Jara nos conmocionó. Esta vez porque, tras ser torturado y las manos que rasgaban su guitarra con la que entonaba “El derecho de vivir en paz” fueran destrozadas a culatazos, las hordas de Pinochet acabaran con su vida en el antiguo Estadio de Chile. Otras fotografías, las de la matanza de My Lai, aún en Vietnam, nos enseñaban a decenas de cadáveres de mujeres y niños apilados tras la sarracina que dirigió aquel malvado llamado William Calley. De nuevo el desasosiego, aquellos niños sin aliento, condenados previamente a desaparecer sin rastro, a ser número en una estadística que se esfumaría años más tarde, cuando ya la televisión nos comenzó a mostrar a otros menores, descuartizados por las tropas de Somoza en Nicaragua, los esbirros de Duarte en El Salvador y los de Ríos Montt en Guatemala: «Si están con nosotros, los vamos a alimentar; si no lo están, los vamos a matar».
Otros conflictos neocoloniales brotaron como esporas a través del planeta. Los reporteros de guerra mandaron más imágenes que nunca, la fábrica de Hollywood los matizaba. La muerte pesaba. Pero tan habitual, tan extendida que era amortizaba con pleonasmos, trampas del lenguaje para en nombre de la libertad, el libre comercio, la democracia, acabar con cualquier experiencia de cambio. Con escasas excepciones. Filmes como “The Boy in the Striped Pyjamas” o imágenes como la del niño Aylan Kurdi ahogado en la orilla de una playa turca cuando huía de la guerra, nos sacaron del letargo, momentáneamente. La muerte es doble, triple, la empatía se dispara. Pero es el celuloide o el papel la que la atrapa. Antes, centenares de miles de niños, adultos, ancianos, sufrieron un fin también despiadado. En algún despacho ovalado, en algún sótano operativo, alguien sin nombre, probablemente conocido para la posteridad al ser laureado por la historia, decidió quién tenía derecho a vivir en paz y quién no. Como aquellos pájaros de acero que un maldito día de abril arrasaron Gernika y se llevaron por delante la inocencia de decenas de niños que no supieron jamás qué significado tenía la palabra ingenuidad. Entonces no hubo cámaras y quien lo intentó, como Lauaxeta, terminaría su periplo frente a un pelotón de ejecución en Gasteiz.
El genocidio que está cometiendo Israel a través de su Ejército, de los colonos que le alientan, de una gran parte de su sociedad fanatizada por leyendas religiosas milenarias, y apoyada, otra más, desde Washington y Bruselas, nos ha vuelto a traer nuevas imágenes de niños al borde la muerte, esqueletizados como aquellos de Biafra, cadáveres como los de la masacre de Lídice, tras el atentado contra el nazi Heydrich. Dicen que somos antisemitas los que lloramos las muertes, cuando ellos, los padres de Israel (Golda Mayer, Moshé Dayán...) eran ucranianos, cuando el propio Netanyahu es de origen polaco. ¿No son acaso los cristianos o musulmanes palestinos semitas?
Hoy, sin embargo, las fotografías no son excepción. La anomalía sería la falta de imágenes. Vivimos la muerte en directo, sin necesidad de esperar una filtración, un alma curvada que se conmueve ante el crimen. Cada uno de nosotros, con un smartphone, nos hemos convertido en cronistas aficionados. Aun así, Reporteros Sin Fronteras denuncia que, en 150 días y en Gaza, Israel ha matado a 103 periodistas profesionales. Hace cinco años, más de 10.000 niños fueron muertos o mutilados en múltiples escenarios de conflicto en el planeta (Siria, Afganistán, Yemen...). Hoy sabemos que al menos 13.000 menores han muerto únicamente en Gaza. Los indirectos no cuentan.
La muerte de niños nos afloja el espíritu, nos corta el aliento. ¿Dónde queda aquello de los derechos humanos universales? Nuestros bisabuelos fueron desertores de guerras mundiales y muchos de ellos huyeron a América. Evitamos el servicio militar durante la dictadura con la muga en la cercanía, votamos en contra de la OTAN, la máquina engrasada para matar en defensa de los poderosos, se llenaron las cárceles de insumisos. Queremos vivir en paz, no solo nosotros, sino aquellos que habitan otros pueblos cautivos. Y cantar con el recuerdo presente de Víctor Jara, a la sombra del Mapucho, del Nervión o del Jordán, aquella melancólica melodía, hoy convertida en revolucionaria: “El derecho de vivir en paz”. Porque nosotros fuimos también niños y tuvimos futuro. Y lo queremos para el resto.