Hacia una Pamplona de la convivencia, también en San Fermín
En las primeras décadas del siglo XX, hace ahora un siglo, Pamplona era aún una ciudad pequeña y recoleta, encerrada entre las murallas que le habían endosado los nuevos gobernantes a partir de 1512. Aquellos muros, altos, gruesos y rodeados de anchos fosos, constituyeron toda una infranqueable barrera, una auténtica mordaza de piedra que impidió a la ciudad crecer y desarrollarse durante cuatro siglos. En el interior de aquella estrecha jaula, además, la población fue aumentando y hacinándose casi hasta el colapso, generación tras generación, al tiempo que debían soportar un asfixiante control ideológico y moral, ejercido de manera implacable desde cuarteles y púlpitos. Aquel ambiente tenso y rígido, perfectamente descrito por los escritores pamploneses de la época, constituía algo así como una bomba de relojería, una olla a presión de la cual los sanfermines eran casi la única válvula de escape disponible, una espita que se abría tan solo durante el breve plazo de una semana al año.
El ansiado y esperado derribo de las murallas, verificado finalmente ahora hace un siglo, trajo por fin la expansión física de Pamplona, que creció a partir de entonces de manera rápida y constante. Y las transformaciones políticas y sociales del siglo XX irían también posibilitando que otras murallas, más duras, sibilinas e implacables, murallas fundamentalmente políticas, ideológicas y morales, fueran también cayendo y desapareciendo. Y de este modo Pamplona-Iruñea, por fin, se ha convertido en una ciudad abierta al mundo, moderna y plural. Sus habitantes son hoy diversos en lo que a su origen y cultura se refiere, también en lo político e ideológico, en su orientación sexual y de género y en sus creencias.
Si algo no ha cambiado en el alma de la ciudad durante los últimos 125 años es el apego extraordinario que pamploneses y pamplonesas sienten por sus mundialmente conocidas fiestas. Es un fenómeno digno de estudio la manera en la que la ciudad, que justamente supera los 200.000 habitantes, fuerza sus resortes, estira sus recursos y tensa todos y cada uno de sus servicios por San Fermín para poder atender a una población que se cuadriplica durante esa semana de locura festiva. Todo sea por mantener el nombre y el aura que Iruñea irradia cada año al resto del mundo, entre el 6 y el 14 de julio.
Claro está que San Fermín no es hoy lo que era en 1900 o en 1950. Las fiestas de Pamplona surgieron de la entraña misma de la ciudad, como reflejo de la sociedad y la idiosincrasia de sus gentes, y posteriormente han ido evolucionando conforme lo ha ido haciendo la propia Iruñea. Hoy San Fermín es un compendio de historia e innovación, un cóctel donde se juntan tradición y modernidad. Unas fiestas que, de forma inexplicable, permanecen en lo esencial inalterables, aunque el envoltorio, la parte más epidérmica y visible, cambia y evoluciona a la misma vertiginosa velocidad en la que cambia el mundo. Y en esa mezcla extraña radica seguramente la clave de su futuro.
La pasada semana todos los grupos políticos presentes en el Ayuntamiento se han puesto de acuerdo para elaborar un manifiesto que defiende la necesidad de que las fiestas reflejen la pluralidad y la diversidad de la ciudad. Y hemos dicho que los hombres y las mujeres de Pamplona tienen derecho a disfrutar y a transitar por sus calles, del primer al último día de fiestas y a cualquier hora del día y de la noche, libres y seguras. Y hemos convenido también que a todas y a todos nos compete la responsabilidad de evitar cualquier menoscabo en los derechos y en las libertades de nuestros convecinos. El irrenunciable derecho a la crítica, también a la crítica política, no tiene por qué agredir ni poner en riesgo dichos derechos y dichas libertades.
A punto de sobrepasar el primer cuarto del siglo XXI Pamplona, nuestra vieja y querida Iruñea, necesita como el aire que respira un relato compartido, común y único, sobre aquellos valores que nos unen como sociedad, aquellos valores que queremos defender y que merecemos disfrutar. Y ello pasa indefectiblemente por dibujar un paisaje ciudadano donde prime la tolerancia, la convivencia y el respeto entre diferentes. Esto es, ni más ni menos, lo que la ciudad de Iruñea acaba de manifestar por boca de sus 27 concejales y concejalas. Pamplona nos pertenece a todas las personas que la habitamos, y todas tenemos derecho a sentirnos en casa... cuando transitamos por sus calles.
Ya falta menos, no cabe duda.