Raúl ZIBECHI
Periodista
GAURKOA

Crisis de gobernabilidad, signo de los tiempos

En el Norte estamos asistiendo a una profunda crisis de gobernabilidad, algo que habitualmente aquejaba al Sur, donde la inestabilidad política no era sorpresa. Las consecuencias de las elecciones europeas y de la primera vuelta de las francesas parecen dialogar con el esperpento de Biden en el primer debate con Donald Trump.

Como señala el analista David Goldman, bajo el seudónimo Spengler en “Asia Times”, «por primera vez, todos los gobiernos de Occidente están al borde del abismo». «Primero Biden, luego Macron y la semana que viene el desafortunado Rishi Sunak. El japonés Kishida, el alemán Scholz y el canadiense Trudeau siguen en el cargo solo porque el ciclo electoral no les obliga a sondear a los votantes» (“Asia Times”, 1 de julio de 2024).

En su opinión, este rechazo de las poblaciones a sus dirigentes se debe a que «todos ellos aceptaron una agenda que sus votantes rechazan porque ha degradado la calidad de sus vidas». Esa agenda fue definida por Estados Unidos de forma unilateral hacia 1990, cuando la caída de comunismo les hizo creer que podían modelar el mundo a su entera voluntad.

Sitúa los objetivos de las élites en tres puntos: aislar y debilitar a Rusia para que ninguna potencia pudiera poner en jaque su dominación; poner por delante la agenda del cambio climático por encima de la productividad industrial, y combatir la caída demográfica occidental con una migración masiva, pero seleccionada según las necesidades de cada región.

Esta agenda global es rechazada tanto por Rusia como por China, pero también por un amplio abanico de líderes occidentales que van desde Trump hasta Le Pen, pasando por el húngaro Orbán y la derecha alemana que, en no pocos puntos, coincide con Sara Wagenknecht, escindida de Die Linke (La Izquierda). Calificarlos a todos ellos de «ultraderecha», como hacen los grandes medios y las izquierdas neoliberales (socialdemócratas y socialistas), suena un poco antojadizo, pero cumple sus objetivo cuando el conjunto de la izquierda francesa apoyó a Macron en 2017 para evitar el triunfo del partido de Le Pen.

Lo cierto es que tras casi cuatro décadas de neoliberalismo, las sociedades occidentales son más desiguales, las clases medias se achican, los Estados-nación han reducido sus prestaciones sociales, los sectores populares sobreviven en una creciente precarización y se han aumentado los presupuestos militares y policiales.

La entrevista al historiador Tarik Bouafia, hijo de inmigrantes argelinos, es una excelente radiografía sobre la vida en las periferias urbanas francesas. El Estado está cada vez menos presente, con escasos servicios públicos. «Antes la atención médica en estas zonas era accesible, hoy es cada vez más difícil. Las escuelas públicas están saturadas con 40 o 45 alumnos por clase. Faltan profesores y los profesionales de la salud no quieren tomar los puestos porque los salarios son muy bajos» (“El Salto”, 30 de junio de 2024).

Pero la presencia policial es asfixiante y cada vez más agresiva: «Más del 50% de los policías vota al Frente Nacional. Es uno de los síntomas más importantes de la radicalización autoritaria y racista del Estado en estos años», concluye.

Si la policía es «el golpe de Estado permanente» (Foucault), parece evidente que estamos ante sociedades cuyos sectores populares son sometidos por la fuerza, estrechamente vigilados y perseguidos apenas los cuerpos armados consideren que se salen de lo aceptable.

Pero lo más grave, a mi modo de ver, es el abismo entre la izquierda y aquella porción de la población que «no tiene nada que perder, salvo sus cadenas» (Marx). Ese abismo se plasma en que «en la periferia y en los barrios se carece de canales de expresión capaces de formular reivindicaciones y programas, de plasmar una relación de fuerzas en contra de la policía y del Estado», según Bouafia. Por eso, el único modo de expresión son las revueltas espontáneas que incendian los barrios sin dejar rastro organizativo.

En junio de 2023, por ejemplo, en los barrios de la periferia durante ocho noches consecutivas, la rebelión de los jóvenes provocó 24.000 incendios, quemaron 12.000 vehículos, dañaron 2.500 edificios y fueron atacadas 273 comisarías. Cada cierto tiempo, estallidos impresionantes que dejan todo en su lugar, ya que no pueden encarar desafíos de larga duración.

En estas condiciones de creciente desigualdad y militarización, y ante la falta de voluntad de las élites para ceder o negociar, la inestabilidad política es inevitable. De algún modo, y mirada desde el Sur, Europa vive un proceso de latinoamericanización, con la creación de enormes guetos de pobreza y un no-futuro, mientras en el otro extremo de la pirámide se acumulan riqueza, lujo y despilfarro.

Un dato que no debe pasar desapercibido y que pude comprobar de primera mano: en Málaga y en Canarias se produjeron enormes manifestaciones contra el turismo y por el acceso a la vivienda. Como en el Sur, se trata de «extractivismo urbano», ese modo de especulación con la vida que late en la misma lógica depredadora de la minería a cielo abierto, los monocultivos y las grandes obras de infraestructura contra las que nos movilizamos en América Latina. El despojo no tiene límites.

En cada geografía la acumulación de capital adquiere matices diferentes, pero todos ellos se conjugan con dos elementos centrales: empobrecimiento de las mayorías y militarización como forma básica del control social. Esto está en la base de la crisis de gobernabilidad, mucho más allá del nombre del gobernante de turno y del partido a que pertenezca.

Es el momento de detenernos a reflexionar sobre las estrategias a largo plazo, ya que buena parte de lo aprendido cuando existían los estados del bienestar y toda la lucha se canalizaba a través de los sindicatos no tiene mayor utilidad en los tiempos que corren. No se trata de ofrecer recetas ni atajos, sino impulsar el debate sereno que alumbre nuevas formas de hacer para seguir transformando el mundo.