Espías
Un tema frecuentado tradicionalmente en tono folletinesco, con el rigor más o menos escorado, que cada novelista imprime a sus trabajos. Difícil de abordar en un mundo caótico, dividido en los bloques de ese axioma ya avanzado por George Bush, el Bien contra el Eje del Mal. ¿Dónde se sitúan los personajes? ¿Conmigo o contra mí? ¿Carta blanca a las veleidades, por no decir fechorías, de cada uno de los clanes? La realidad es mucho más compleja, los límites inescrutables y la propia esencia del trabajo una incógnita como para sentar unas bases entendibles. Si algo presentan en común los servicios de espionaje es su acientifismo, su movimiento perpetuo por un interés determinado. La CIA «encontró» en Irak las armas de destrucción masiva que no existían. La sede del CNI en Gasteiz, según el informe 101L0400250 de la Ertzaintza, intentó ligar a ETA con Al Qaeda tras los atentados yihadistas del 11M en Madrid. La propia Policía autonómica se nutre de sistemas de Israel para espiar por su cuenta. ¿Cómo abordar cada caso descartando la coyuntura? Muy complicado.
El reciente intercambio de periodistas o espías, según la fuente, entre EEUU y la Federación de Rusia, nos ha dejado un reguero de reflexiones e interpretaciones a cada cual más esclarecedora. En la cercanía, por eso de su ascendencia y residencia, nos ha alcanzado el caso de Pablo González. No tengo ni idea si Pablo trabajaba para alguien en concreto. Sí, en cambio, había seguido su trayectoria periodística, como otros tantos, en la prensa europea. Me ha llamado la atención, por el contrario, que cuando hemos asistido a ese intercambio en directo, los medios generalistas citaban la recepción de Vladimir Putin en Moscú, a los «espías rusos», entre ellos González, hasta entonces sin acusaciones fiscales, mientras que cuando Joe Biden hacía lo propio cuando llegaban a Maryland, la noticia refería a «periodistas», a pesar de que, previamente, habían sido condenados por espionaje. Una más en ese sesgo permanente de las agencias que acaparan la información planetaria.
El caso ya había sido previa y abundantemente rellenado con algunas informaciones que abrumaban. Ese diario madrileño que nació en la Transición, autotitulado como «el periódico global», nos sorprendió, ya hace unas semanas, con una detallada información sobre los contactos de González con la inteligencia rusa. Información que únicamente podía proceder de servicios de contraespionaje, como el CNI, la CIA o la NSA. Apabullante. ¿Era la periodista que firmaba la noticia una colaboradora más de los servicios citados? ¿O se trataba únicamente de una firma añadida? Estas cuestiones de informaciones supuestamente confidenciales han sido filtradas habitualmente por medios españoles y franceses durante las últimas décadas, con la excusa del conflicto vasco. ¿Son los receptores-periodistas espías al servicio de potencias extranjeras? Alfredo Grimaldos escribía hace ya unos años que medio centenar de periodistas españoles trabajaban para la CIA. No sé si el dato es correcto, pero, en esa proporción, los que lo hacían o hacen para otros como el Mossad, el MI6 o el CNI deberían ser escandalosos.
Dicen que el espionaje es una de las profesiones más antiguas de la humanidad. Las mismas leyendas contenidas en la Biblia sobre Moisés apuntaban que el conductor de los hebreos mandó a las tierras de Canaán a doce espías para que efectuaran un reconocimiento exhaustivo e informasen luego al pueblo elegido. El egipcio Ramsés II, doce siglos antes de nuestra era, apuntaba también que en las escaramuzas contra los hititas liberaba prisioneros engañados con falsas noticias. Los césares romanos tampoco daban una orden a sus legiones sin consultar antes con sus informantes. Sun Tzu lo redondeó. Entre la crónica histórica, la frivolidad y la novela, personajes como Mata Hari o Marga Andurain, por citar una de casa, han creado fábulas bien creíbles, como las que dictaron Graham Green o John Le Carré.
Pero esas historias no son precisamente novelescas. Los espías, mezclados y confundidos durante años con confidentes, chivatos, traidores y una retahíla de conceptos ligados a las miserias políticas, tuvieron su máxima expresión a partir del siglo XX, alcanzando nuestros días. El espionaje a Herri Batasuna en su sede de Gasteiz fue uno de los muchos. En 2009, la sede de Abertzaleen Batasuna en Baiona fue asaltada y sus soportes informáticos, robados. La coalición lo denunció como «espionaje político». En 1986, Carlos Garaikoetxea y su nuevo partido fue espiado por los que resistieron con el nombre original. En el Bilbao republicano, la Ertzaña descubrió una red de espionaje de apoyo a los golpistas y el Gobierno autónomo ordenó su ejecución. Jesús Galíndez, delegado vasco en Nueva York, espiaba para el FBI y cuando la guerra, Delia Lauroba y sus compañeras lo hacían para los aliados. El director de la red, el gasteiztarra Luis Álava, ejecutado por Franco. Félix Likiniano, autor de aquel símbolo que unía el hacha con la serpiente, espió para esos mismos aliados durante la Ocupación. Y el PNV de Agirre tejió, gracias a sus redes del exilio, una de las mallas más sólidas de la Guerra Fría en aquella cruzada anticomunista que recorrió el mundo capitalista. Antenas no solo en Latinoamérica, sino también en Europa: Chequia, Bulgaria, Hungría, Yugoslavia... La sede clandestina de sus servicios en París, la de la calle Quentin Brouchard, semejaba una réplica en minúscula de Quantico.
El quid de la cuestión es quién dirime cuál es el Bien y cuál el Mal. Quién pertenece a una facción y quién a otra. La llamada geoestrategia mundial aboca a las partes a no ser neutrales. Las divagaciones aventureras de Graham Greene, perseguido o perseguidor, no tienen cabida. Y en esas circunstancias el dilema se agranda. Que se lo pregunten a Edward Snowden, que de antiguo agente de la CIA y de la NSA, se convirtió en periodista. Y entonces su papel transmutó para ser tachado de «criminal».