Aita Mari: una misión atípica
La periodista navarra Isa Eguiguren relata en primera persona el rescate que presenció el pasado mes de julio cuando iba a bordo del Aita Mari, el enfrentamiento con lanchas libias, la odisea de los rescatados y el viaje de vuelta hasta Ravenna, el lejano puerto asignado por las autoridades italianas.
Sucedió la noche del Pobre de Mí, el 14 de julio. Mientras pamploneses y pamplonesas despedían las fiestas más importantes del año, a miles de kilómetros, en aguas libias, distintas embarcaciones con hombres, mujeres, niños y niñas buscando refugio en Europa se jugaban la vida en el mar.
Una de ellas fue encontrada por el barco de rescate Aita Mari a las tres de la madrugada. La pareja que hacía guardia esa noche la vio frente a ellos. Algo poco común ya que los rescates suelen comenzar con un aviso de socorro por radio y con largas horas de rastreo en el mar.
Con una potente luz enfocando a la pequeña embarcación de fibra blanca alrededor de la inmensa oscuridad, con gritos de auxilio que se escuchaban en medio de alta mar, comenzaba la frenética carrera por parte de las catorce personas que conformaban la tripulación (ocho profesionales y seis voluntarias) para arriar la Donosti (embarcación semirrígida con la que se acercan a realizar el rescate), acercar al portalón tres grandes sacas de chalecos y prepararse para recibir a los supervivientes.
LANCHAS LIBIAS AMENAZANTES
Pero entonces sucedió algo inesperado e inusual. Cuando ya la Donosti se dirigía hacia la embarcación en riesgo, de la más absoluta oscuridad apareció desafiante una lancha que se posicionó junto a los refugiados. A los segundos otra. Enseguida una tercera. Eran embarcaciones libias. Una de ellas con encapuchados armados con metralletas. Todas alrededor de la barca con 32 hombres y dos mujeres que huían de Siria, Nigeria, Bangladesh y Egipto. Presa del pánico, una de ellas se tiró al agua. «Prefiero morir ahogado que volver a Libia», aseguró más tarde el sirio Odai, un joven de 24 años.
Según Fajda, del mismo origen, las embarcaciones estaban discutiendo sobre quién de las tres iba a devolver a estas personas a Libia (cabe recordar que Europa financia con millones a este país en guerra civil para que retenga a las personas allí siendo habitual que atrapen a las balsas que salen en dirección a Italia y las devuelvan de forma ilegal a este país norte africano).
Mientras el capitán del Aita Mari reclamaba por medio de un altavoz su derecho al rescate al haber llegado los primeros, el joven sirio relató: «alguien se dio cuenta de que estabais grabando y dijeron que lo mejor era apartarse. Aquella noche salimos tres embarcaciones y ya se habían llevado a dos de ellas».
Fue entonces, cuando desde una de las embarcaciones uno de los hombres hizo un gesto de acercamiento con el brazo dejando vía libre al rescate. Gesto que quedó grabado y que más tarde sirvió para que un medio italiano de ultraderecha asegurara que aquella era la prueba de que la ONG vasca estaba «aliada» con las mafias libias en el tráfico de personas. Una acusación que más allá de ser burdamente falsa, podría conllevar años de cárcel para el capitán de Aita Mari y que se produce en un contexto de absoluta criminalización de los barcos de rescate humanitarios.
LIBIA, «UN AUTÉNTICO INFIERNO»
Por fin se produjo el rescate donde se vivieron muchos momentos de emoción al ser conscientes los supervivientes de que ya no serían devueltos a Libia, lugar al que todos se refieren como «un auténtico infierno». «Allí nos meten en la cárcel sin haber hecho nada y nos dan un pan al día para comer. Nos dan agua salada para beber, estamos hacinados y muchas veces nos pegan. Solo tienes dos opciones, intentar escapar o que tu familia pague un rescate», aseguró días más tarde el sirio Hamza.
Y tras un rescate tan atípico, el final tampoco resultó lo esperado. Al finalizar los rescates, los barcos deben marcar con sprays la fecha de ese día en las embarcaciones para justificar ante las autoridades que existía una balsa en riesgo y que fue necesaria la operación. Así, cuando la Donosti se acercaba para «marcar» la balsa, apareció de la oscuridad una de las balsas libias, dos personas saltaron a la barca de los refugiados y se la llevaron. Una práctica que ha comenzado a extenderse con el fin de reutilizarlas.
Finalmente, con todas las personas ya en Aita Mari, se produjo el chequeo por parte de las dos sanitarias, los supervivientes pudieron tomar algo de comida y té, se pudieron cambiar de ropa y cogieron sus mantas para poder descansar en la cubierta de popa. Italia, incumpliendo el derecho marítimo internacional que obliga a dar el puerto más cercano al rescate, asignó el puerto más lejano, el de Ravenna, a 1.700 km, es decir, a cinco días de viaje. Una estrategia que persigue atacar a las ONGs, que en el caso de Aita Mari supone un gasto extra en combustible excesivo para una organización tan pequeña, que mantiene durante esos días a los barcos alejados de la zona de rescate pero que, sobre todo, supone un desgaste para quienes llevan meses o años inmersos en rutas durísimas.
Como el caso del nigeriano Alí, de solo 19 años y que aseguraba que «nadie sabe qué está ocurriendo en el norte del país con el grupo yihadista Boko Haram, (conocido por el secuestro de 276 niñas en 2014). Ni siquiera lo saben en el sur del país. Allí incluso hijos degüellan a sus padres, porque no te pegan un tiro sino que te cortan el cuello. Un día vinieron a mi casa y dijeron que nos iban a matar a mi hermano y a mí. Mi padre nos dijo que teníamos que huir. En cuanto llegamos a Libia nos metieron en la cárcel sin ninguna razón. Estuvimos muchos meses y conseguimos escapar, pero nos volvieron a detener», relató. Alí lleva cuatro años de ruta intentando llegar a Europa. Salió con 15 años. No para de dar las gracias a Aita Mari y se emociona recordando su viaje. «No puedes imaginar todas las cosas que he visto». Su hermano no pudo escapar. Sigue en una cárcel de Libia.
LARGO VIAJE HASTA RAVENNA
Los días de viaje hacia Ravenna se llenan de historias de supervivencia. Como la de Fajda, un agricultor de 50 años sirio. Vendió sus tierras, su tractor, pero por orgullo no vendió su Harley Davidson. Se la entregó a su cuñado hasta que pueda volver. Más allá de la guerra, la inflación hace la vida imposible a la población de este país. «Ganamos unos 25 doláres al mes y necesitamos al menos 200 por persona solo para comer. Es imposible sobrevivir allí». Fajda ha pasado dos meses en Libia. Sus peores recuerdos son cuando esperaba en una especie de almacén de las mafias a embarcar. Hacinados, sin comida y donde vio cómo las mujeres eran llevadas a otra estancia para ser violadas. Fajda se muestra confiado con Europa. «Amo mi país por encima de todo, pero no tengo otra opción que huir. Ahora estoy contento porque Europa es democrática y sé que va a respetar nuestros derechos», expresa.
Mohammed tan solo tiene 15 años y viaja solo. Dice que tuvo un accidente de coche cuando viajaba con sus padres y murieron. «Me quedé solo. Trabajé en negro en una tienda de cerámica y cuando tuve el dinero suficiente vine hasta Libia para intentar tener una nueva vida en Europa. En Libia me pegaron. Lo pasé muy mal. He visto cómo disparaban a gente y las tiraban al mar. Ahora me siento muy solo. No tengo a nadie. No sé qué va a ser de mí», cuenta.
Los jóvenes sirios enseñan orgullosos sus fotografías de Instagram llenas de sonrisas, con peinados modernos, ropa occidental, en sus motos, en la universidad, con sus amigos, mientras cuentan el precio de sus vidas: «para salir de la cárcel te piden 2.500 euros, para el viaje nos han pedido 6.000 euros por persona y hasta cuando te interceptan y te devuelven a Libia te cobran. Si quieres pisar tierra tienes que pagar 250 euros. Y de ahí probablemente irás otra vez a la cárcel», comentan ya con cierto alivio mientras Amjad dice agradecido: «no solo nos habéis salvado a nosotros, también habéis salvado a nuestras familias». Probablemente ellos no sean conscientes de sus historias de absoluta resiliencia.
Durante los cinco días de viaje hacia Ravenna también hubo muchos momentos de alegría como el día del cumpleaños de Nekane, una enfermera bizkaitarra a quien los refugiados se esmeraron en cantar «zorionak zuri» y luego enseñaron sus mejores bailes tradicionales animando a la tripulación a bailar con ellos. O el día antes de desembarcar cuando Abdel, peluquero en Siria, comenzó a cortar el pelo y a afeitar al resto de compañeros entre las risas de unos y la sorpresa de la tripulación ante los nuevos «looks».
Así, fue inevitable que la despedida en Ravenna fuera emocionante. Con toda la tripulación en fila para despedir uno a uno a los supervivientes, con abrazos, lágrimas y, sobre todo, con el deseo de que puedan comenzar una nueva vida en paz.