Félix LIGOS
GAURKOA

Vivir sin límites. El imperativo delirante de la autodeterminación individual

Quizás hubo una época en la que los individuos aspiraban o tenían como meta ocupar un lugar singular en los grupos o comunidades de las que formaban parte. Quizás esa época sea únicamente un vago recuerdo nostálgico de algunos momentos de nuestra infancia o de los pasados en el vientre de nuestra madre. ¿Qué otra cosa podría ser? Formar parte de manera singular en una comunidad es «ser uno mismo ante la mirada del otro» (frase atribuida a Lacan), es participar activamente en la construcción de la «polis», de ese hogar en el que el otro cuenta y con el que voy a establecer unas relaciones de reciprocidad, es decir «dar, recibir y devolver».

Esta comunidad, este hogar que juntos podríamos levantar, sería un territorio de justicia social donde acaparar estaría excluido por ilegítimo y donde nuestra libertad estaría limitada por el otro, por cualquier otro, ese otro con quien construiríamos el suelo de ese territorio común, nuestro.

En nuestra época sin época, sin tiempo de espera, las cosas suceden de otro modo. En Occidente muchos y muchas nos sentimos sin un suelo sobre el que podamos echar raíces y tomar apoyo, medrar y abrazarnos con otro, con los otros diferentes. Ese hogar anhelado se desvanece con el tiempo, con nuestro corto tiempo...

Ahora, el ser humano de Occidente se encuentra solo, abandonado a su suerte, angustiado y sin esperanza de encontrar algún día el hogar añorado ni tampoco ese otro con quien construirlo.

La revolución industrial provocó el gran desarraigo del campesinado y de las formas tradicionales de existencia.

La explotación y las condiciones inhumanas de trabajo despertó una conciencia y al parecer también cierta solidaridad de clase y, digamos, cierto arraigo y esperanza de un futuro mejor, de un hogar en el que poder descansar.

El fracaso o el final del «socialismo real» en los países de la URSS y su conversión a la economía de mercado, junto al desmantelamiento progresivo del incipiente estado social en algunos países del oeste europeo (Francia, Alemania, Inglaterra, entre otros) y América del Norte quizás pueda ayudarnos a comprender el origen de este malestar social, de este nihilismo, de esta falta de sentido y de esperanza, de este aislamiento existencial, de este desarraigo que caracteriza a Occidente.

El triunfo de la llamada revolución conservadora iniciada después de la Gran Depresión del 29 y llevada a cabo por las políticas neoliberales iniciadas por Margaret Thatcher en Inglaterra y Donald Reagan en EEUU, amparadas y legitimadas por diversos premios Nobel de economía (Friedrich Hayek, Milton Friedman, entre otros), label o distinción, no olvidemos, creado por el Banco de Suecia, muestra el carácter devastador y criminal del capitalismo que, además de convertir en cenizas el incipiente estado social, no escatima en medios para hacer crecer ilimitadamente sus beneficios destruyendo vidas concretas y muchas, valores y saberes que a lo largo de la «historia» de la vida se fueron desarrollando para crear ese hogar común, nuestro planeta, con sus ecosistemas, con su diversidad biológica, cultural y social, entre otros, ese estado social incipiente al que antes nos referíamos y propio a cada cultura y nación.

El imperativo del crecimiento sin límites físicos y legales (tratados de libre comercio, etc.) impuestos por la globalización ha desarrollado una industria tecnológica ecocida y destructora de las condiciones físicas, sociales y culturales donde una vida digna pueda desarrollarse para todos los seres vivos.

La particularidad de la organización industrial y económica de nuestra época es que el «Divino Mercado», como diría Dany Robert Dufour, dicta y organiza nuestra vida haciéndonos a todos participes y de algún modo responsables de este delirio.

Alienados en el trabajo, en la familia tradicional, hetero u homo, binaria o no binaria, en las relaciones abiertas o cerradas, desposeídos y desposeídas de todo saber, frustrados y frustradas, aburridos y aburridas, tristes y deprimidos y deprimidas, el mercado nos ha hecho creer que ese «hogar común» es una quimera, un espejismo, una nostalgia de seres débiles y un obstáculo para que cada uno impulse su proyecto individual, y construya su propio imperio, sin ningún límite (sin ese otro que nos restrinja pero que nos permite ser diferente y singular y existir en la polis), y sin tener que dar cuentas a nadie, sin alteridad.

El mercado nos promete acabar con ese desánimo y ser lo que queramos y quien queramos ser, con desearlo y afirmarlo es suficiente, incitándonos a proclamar y exigir nuestra autodeterminación individual, poniendo a nuestra disposición todo tipo de interfaces, desde el smartphone y los algoritmos hasta la cirugía plástica.

La tecnología junto a la propaganda y a la tergiversación del lenguaje, donde las palabras significan lo que cada uno decida que deben significar, que el mercado pone a nuestra disposición nos induce a creer que vivir es vivir sin límites, y que no solo podemos desearlo, sino que debemos hacerlo, de lo contrario, de no desearlo, el mercado nos expulsaría de la «Gran Sociedad», de ese flujo acelerado de información, de mercancías y personas por la única razón de negarnos a convertirnos en valor económico, en una mercancía.

Frente al nihilismo y a la alienación de la cotidianidad del ser humano occidental, el mercado promete la «autodeterminación individual» y «vivir sin límites». Tecnología, propaganda y el episteme del punto de vista individual a su servicio para no dejar un cabo suelto.