«Zeitgeist»
El pueblo vasco siempre ha sabido adaptarse a los tiempos. Nuestro espíritu popular ha sintonizado en cada momento histórico con el clima cultural o zeitgeist dominante. Es cierto que no hay una ciencia que pueda analizar dicho espíritu popular o volksgeist, pero eso no significa que no se pueda entender y, sobre todo, construir la historia a partir de dicha metáfora. Como nos recuerda Joxe Azurmendi, la inspiración acerca de un alma que explicaría la evolución de un pueblo y su conexión con el mundo es un instrumento fundamental para articular la autoconciencia que se expresa en la acción social y política. ¿No es más fácil implementar una política social integradora en Euskal Herria si tenemos la intuición de que el igualitarismo forma parte del nuestro volksgeist? ¿No nos permite tal sentimiento una conexión más estrecha con las luchas igualitarias a escala global? Esa es la relevancia, nada banal, de la metafísica política.
En concreto, la respuesta comunitaria que en Euskal Herria se ha dado a los retos de la modernización a lo largo de los dos últimos siglos ha sido pareja a la planteada en Europa occidental. Una primera reacción premoderna, romántica, con contenidos que conjugaban lo aristocrático con lo popular se produjo a escala europea a principios del XIX, y en nuestro país se expresó políticamente a través del carlismo. Más tarde, la reacción frente a la secularización, industrialización y urbanización de finales de siglo adoptó la forma política pesimista y agónica del aranismo, cuyo contenido integrista es fiel reflejo del clima cultural europeo de su tiempo. Finalmente, ya a mediados del siglo XX, el ciclo de protesta vasco de los últimos cuarenta años ha sintonizado con la respuesta global a una nueva fase de la modernización. Una reacción optimista que tiene su reflejo en el idealismo progresista y la reactivación del marxismo de la mano de los nuevos movimientos sociales. En este sentido, como afirma K.W. Brand, no existen nuevos o viejos movimientos, sino respuestas cíclicas a un mismo proceso histórico acelerado que rompe los vínculos comunitarios preexistentes.
Y ahora... ¿Cuál es la respuesta vasca y occidental a qué tipo de desafío? El zeitgeist o espíritu de nuestra época integra dialécticamente los contenidos de la nueva ola modernizadora y las reacciones contrarias a la misma. La individualización de los ciudadanos-consumidores que el mercado encuadra según múltiples marcas identitarias se está impulsando mediante un «soma tecnológico» que obnubila cualquier conciencia crítica. En palabras de Sloterdijk, el thymos -la dignidad y el orgullo de uno mismo- ha desaparecido en favor del eros, o el deseo de la mera tenencia material o virtual.
A diferencia de lo que ocurrió en fases anteriores, en este caso se solapan en nuestro país todas y cada una de las reacciones anti-modernistas posibles: desde el retorno pre-moderno al auzolan matriarcal o la «comunidad de cuerpos y de bienes» al historicismo político, de las respuestas neopuristas basadas en la comunidad lingüística o el pesimismo anticolonial al idealismo optimista de los estudiantes meritocráticos o neoleninistas... Las respuestas ya conocidas renacen con otros ropajes, en una suerte de patchwork posmoderno.
Nadie puede determinar de antemano cuál va a ser la respuesta dominante en el inmediato futuro. Sin embargo, no debería ser ignorado el peligro de que esa rica multiplicidad se convierta en pasto de una gestión multicultural sistémica de «pequeñas identidades vascas» autosatisfechas, pero enfrentadas entre sí. Por eso, quizás sea conveniente observar cuál es el tipo de reacción a los aspectos negativos de la modernización que pueda resultar más adecuado para reforzar la lógica emancipadora y, al tiempo, debilitar la sistémica.
La respuesta articulada que ya se atisba en Euskal Herria es pareja a la que puede detectarse en Hong Kong, Lavapiés o Barcelona. Es una respuesta que innova en los modos, lugares, sujetos y contenidos de la acción colectiva e institucional:
1. Ante la expropiación de la capacidad de decisión de la ciudadanía en todos los ámbitos y el imperio liberal sustentado en el dualismo del «mercado» y los «derechos humanos», Chantal Mouffe nos habla de la necesidad de recuperar algo tan evidente y profundo como la soberanía popular. La liberación de la decisión ciudadana en todos los ámbitos de poder, desde el más cotidiano a la gran opción colectiva en torno a la estatalidad, abre paso a una reconceptualización de la democracia directa. Invirtiendo los términos habituales, de la mano de programas como Appgree o Loomio, la representación política se convierte en un complemento, no siempre necesario. Estamos ante un posible salto cualitativo en la democratización a escala global, y podemos aportar mucho a ese proceso. El orgullo colectivo y la generosidad son valores típicos imprescindibles para la democracia y, afortunadamente, siguen presentes en nuestra sociedad.
2. El sujeto de esa soberanía no puede ser sino el pueblo. Un sujeto colectivo que se construye e identifica continuamente por medio de la articulación inestable de las demandas, y que sustituye a las identidades nacionales fijas. Es el deseo y el hecho de (querer) decidir el que va construyendo, sobre un substrato cultural compartido, el sujeto colectivo. Es el sentido de la inconveniencia del término «nación», entendido como comunidad objetiva preexistente y, aún más, la razón para abandonar la autoidentificación como «nacionalistas vascos», en tanto en cuanto categoría subalterna, solo funcional en el ámbito de una política de reconocimiento externo. A nivel global, el redescubrimiento del pueblo -que no es sino un eco del democratismo del primer romanticismo del XIX- se puede expresar como populismo de derechas o de izquierdas. Al margen de las astracanadas xenófobas de algún líder conservador a la desesperada, en Euskal Herria los recursos políticos más activos no defienden una «comunidad para sí», sino un pueblo interna y externamente solidario.
3. El espacio físico del poder, como el humano, está en proceso de reconstrucción. Cuando el espacio y el tiempo parecen estar despareciendo, la gente desea recuperar su pasado y se (re)territorializa. La escala máxima adecuada para sentir y gestionar democráticamente una comunidad, y el tamaño mínimo conveniente para responder geopolíticamente a la globalización está redefiniéndose en este momento en Europa. Es cierto que la reivindicación territorial relacionada con la capacidad de decisión relativiza todas las fronteras, incluso las de las naciones sin estado históricas. La densificación de relaciones socioeconómicas y políticas, y la posterior cristalización de dicha redes societarias en espacios institucionales diversos, acerca la prístina territorialidad de los mapas decimonónicos a la más indeterminada y poderosa Vasconia. No obstante, no todo se resuelve en redes de gobernanza difusas o «dobles» soberanías: el surgimiento de un sujeto de decisión es un proceso constituyente incondicionado, a salvo de una eventual coordinación posterior.
Cuatro. Finalmente, todas las respuestas innovadoras precedentes necesitarán una nueva clase política que no tema desatar el pensamiento y supere los tics de una política concebida no para representar, sino para sustituir a la voluntad popular. En nuestro caso, en vez de hablar de una «casta corrupta», quizás fuera más oportuno referirse a una «elite dependiente». Una clase sujeta a la bilateralidad con los estados, sea para la gestión del modelo autonómico, sea para la negociación de un nuevo marco. Son muchos años de quebraderos de cabeza para unos juristas de alto nivel cuya capacidad debería haberse dirigido a construir un estado autocentrado y no a buscar resquicios y encajes en un sistema podrido hasta los cimientos. Son muchos años de lucha dirigida a negociar con alguien que no negociará nunca, salvo que se vea derrotado en la batalla de la legitimidad democrática.
En esta línea, como decía hace ya algún tiempo Rubert de Ventós, independientemente de cuál sea el resultado final inmediato, Catalunya, como Escocia, «está en Estado». Nosotros todavía no. Sin embargo, no tengamos duda de que también ahora la respuesta de nuestro pueblo a los retos actuales de la modernización va a estar a la altura del espíritu del tiempo. Y ello, a pesar de que algunos de nuestros compatriotas -esos que «no consideran demócrata el derecho a decidir» [sic]- aún sigan aferrados a un mundo viejo y caduco, ante cuyos polvorientos ventanales cruza veloz el tren de la historia. Un tren que, sin duda, tampoco esta vez vamos a perder.