Alberto PRADILLA
MADRID

El «padre de la Transición» se va en la peor crisis de su régimen

Que la vida de Adolfo Suárez, expresidente español y considerado como uno de los «padres de la Transición» se apagara al mismo tiempo que miles de personas irrumpían en Madrid reivindicando el fin del régimen de 1978 no deja de simbolizar una época con síntomas de agotamiento. Tras diez años apartado de la vida pública, el político que dirigió los primeros años de «juancarlismo» posfranquista ha fallecido, pero siempre será recordado como uno de los pilares de un sistema, la actual «monarquía parlamentaria española» cuyos pies de barro se resquebrajan por las mismas grietas que él y sus socios fueron incapaces de solventar tras la muerte de Francisco Franco. No es un secreto que la adhesión inquebrantable bautizada como «consenso» ha pasado del apoyo casi unánime al sur del Ebro a padecer la mayor crisis de sus cuatro décadas de historia. Aunque él no tuvo tiempo para verlo. O al menos, para ser consciente. El alzheimer, ese horrible agujero negro que traga neuronas, le convirtió en el presidente que ya no recuerda que alguna vez lo fue. Un hecho paradójico. ¿No fue la amnesia colectiva una de las condiciones «sine qua non» para poner en marcha la «Transición española»?

Equilibrista y seductor, supo hacer malabarismos en momentos clave. Al menos, eso es lo que dicen sus casi siempre elogiosas biografías, que destacan su capacidad para convertir en presentable ante la sociedad española y homologable en Europa el «atado y bien atado» que Franco dejó como testamento, al tiempo que evitaba que sus antiguos compañeros de camisa azul reconvertidos en rivales le descabalgasen de los mandos del proceso político. Todo un logro para un líder que, cuando el jefe de Estado nombrado por Franco, el rey Juan Carlos de Borbón, lo nombró presidente, era calificado como un «desconocido» hasta en las páginas de «El País», cronista oficial de la época.

En Euskal Herria, sin embargo, pasará a la posteridad por algo más que por capitanear una transición politica que siguió siendo contestada por amplios sectores sociales. Una frase, pronunciada en una entrevista con la revista francesa «París Match», condensa en un pequeño bote toda la esencia de lo que el nacionalismo español piensa sobre aquello que no comprende. Según la patriotera crónica que el monárquico «Abc» publicaba el 25 de agosto de 1976, un periodista galo le interrogó sobre la posibilidad de que en la España sin Franco se impartiese el bachillerato en euskara o catalán. Él, ya presidente, respondió así: «Su pregunta, perdone que lo diga, es tonta. Encuéntreme, primero, unos profesores que puedan enseñar la física nuclear en vascuence o catalán. Seamos serios». Quizás tenga que ver con el hecho de que nunca destacó en los estudios ni se reivindicó como un lector brillante, pero al contrario que en la faceta política de su vida, aquí no demostró dotes de visionario. La réplica le llegaría por parte de Joserra Etxebarria, doctor en Física y que tiró de sentido común para recordarle que para enseñar física cuántica en euskara solo eran necesarias dos condiciones imprescindibles: «saber física cuántica y saber euskara».

Tampoco debería de resultar extraño esta apreciación viniendo de quien, como Suárez, vistió camisa azul hasta que los nuevos tiempos le llevaron a guardarla en el ropero. Desde 1958, formó parte del Secretariado Nacional del Movimiento, logrando escalar puestos hasta que Torcuato Fernández Miranda lo aupó al primer Ejecutivo formado tras la muerte de Franco el 11 de diciembre de 1975. Sería en aquella época cuando comenzó a ligar complicidades con el hombre a quien su vida estará unida desde entonces: Juan Carlos de Borbón. En 1976, le nombró presidente y le encomendó desarrollar la llamada Transición. A partir de ahí llegarían las negociaciones con Santiago Carrillo o Felipe González, el desmantelamiento de ciertas normas franquistas o la aprobación de una Constitución española que en Euskal Herria no se impuso por las urnas.

Como presidente español fue testigo de hechos irrepetibles hasta el momento para los vascos. El 10 de mayo de 1977, representantes de todo el espectro abertzale fueron a Madrid como delegación unitaria. José Luis Elkoro (Grupo de Alcaldes) Juan José Pujana (PNV), Santi Brouard (EHAS), Iñaki Aldekoa (ESB) y Valentín Solagaistua (ANV) llegaron con un mandato y marcharon con un portazo. Suárez, por su parte, ganó otras elecciones pero terminó dimitiendo en 1981, quizás cansado o porque algo se olía en los cuarteles. Desde entonces, tras dejar UCD, fundó un CDS que, simplemente, languideció.

Con la marcha de Suárez se repiten las alabanzas que ya se otorgaron a Fraga. Y las que todavía quedan. Aunque es indiscutible que el «cierren filas» ante la llamada Transición se debilita, las elegías son lógicas ante la muerte. Pero su legado, aquellos pactos que parecían indestructibles en el Estado, es lo que ya no aguanta tanto aplauso.