Me lo he pasado como un enano en El Sadar y he disfrutado de tardes épicas como el partido de Osasuna en Glasgow en 2007, como uno más de los 300 espartanos ante un atronador Ibrox Park. Explico esto porque, pese a no comprender especialmente el fervor de una grada, sí reconozco que esta es una experiencia colectiva e importante para millones de personas. Por eso, me rebela ver cómo algo tan serio como la muerte de una persona a manos de un grupo fascista (sí, fascista) puede terminar desdibujado en un ejercicio de infantilización y populismo punitivo tan banal como perseguir los cánticos en un estadio.
Cuando ocurre un hecho trágico y excepcional es habitual que los medios de comunicación ofrezcan una unívoca y alarmante versión y que los poderes públicos respondan con su ración de demagogia legislativa: más Policía, más cámaras, más control, más sanciones. Brocha gorda en la explicación y achicar los espacios de libertad personal.
Si partimos de la falacia de convertir la «violencia» en ideología podemos tirar millas argumentando que «fascismo» y «antifascismo» son dos némesis igualmente denunciables, lo cual es una trampa tan necia como querer un «fútbol sin política», que significa eliminar reivindicaciones como el fin de los desahucios o repatriar a los presos.
Tampoco el mal gusto es delito, ni siquiera desear, de modo metafórico, la muerte del árbitro o del jugador del equipo rival. Sí son perseguibles las agresiones. Y el fascismo, que ha campado a sus anchas. A falta de más libertad en nuestras vidas, veo con buenos ojos los «espacios liberados» (véase un estadio o el tendido de sol en Sanfermines) como microcosmos de esparcimiento. Sí, hay problemas de educación. Pero eso no se resuelve convirtiendo la grada en Ned Flanders, el beato de Los Simpson.