«Si no ejercemos nuestra propia memoria a través de los mecanismos de verdad, justicia y reparación, la memoria que nos queda es la del represor»
El abogado argentino Carlos Slepoy conoció la represión militar antes del golpe de Estado de Rafael Videla. El 13 de marzo de 1976, once días antes de que en Argentina la jerarquía castrense, en complicidad con la cúpula de la Iglesia católica y sectores civiles, instaurase un régimen de terror dominado por las desapariciones y la represión, fue detenido por la Marina y trasladado a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y de ahí a la Superintendencia de Seguridad Federal, en Buenos Aires. Tras permanecer veinte meses preso, se exilió en el Estado español, donde prosiguió su militancia política. Se involucró de lleno en la denuncia de la dictadura y de los crímenes cometidos, y en la acogida a exiliados y perseguidos políticos como él. Recuerda la satisfacción que sintió al ver en el banquillo de los acusados de la Audiencia Nacional al exiliado argentino Adolfo Scilingo, quien confesó su participación en los llamados «vuelos de la muerte». Es también una de las caras visibles de la querella interpuesta en Argentina contra los crímenes del franquismo.
Su activismo político se remonta a sus años de estudiante. ¿Qué recuerdos le trae aquella época?
Comencé a involucrarme en las luchas sociales al entrar en la Universidad en 1968. En 1969 se produjo «el Cordobazo»; la Policía tuvo que replegarse a los cuarteles ante la marea humana que protestaba en contra de la dictadura de entonces. Aquello generó una profunda conciencia social entre los jóvenes de mi generación. En aquel contexto, en 1974, empezó a actuar el grupo parapolicial la Triple A, que comenzó a matar a militantes, entre ellos a compañeros míos de la facultad. En enero de 1975, me integré en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Y en setiembre, ya licenciado en Derecho, compañeros de mi promoción y yo abrimos varios bufetes en Buenos Aires para asesorar a delegados y comités de empresa.
¿Cómo acabó exiliado en el Estado español?
El 13 de marzo de 1976 –once días antes del golpe de Estado de Rafael Videla– me había citado en una céntrica cafetería de Buenos Aires con una compañera, cuando fuimos sorprendidos por un operativo de identificación. Ella había estado presa durante un año y su marido estaba en prisión por irrumpir en un cuartel. Yo también había sido detenido anteriormente por incidentes menores. Nos llevaron a la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), antes de que se convirtiera en un centro clandestino de detención –se calcula que por él pasaron unos 5.000 detenidos desaparecidos, de los cuales muy pocos lograron sobrevivir–. De la ESMA nos trasladaron a la Superintendencia de Seguridad Federal. Aunque me hicieron simulacros de fusilamiento, no fui torturado sistemáticamente. La compañera con la que me arrestaron era italiana, lo que motivó que el cónsul de Italia se interesara por nuestra suerte y nos buscara por cielo y tierra. La movilización de nuestras familias, las peticiones del cónsul y el hecho de que nuestra detención se produjera antes del golpe de Estado fueron, probablemente, los tres factores determinantes que nos salvaron la vida. Como todo el mundo sabe, a partir del 24 de marzo de 1976 muy pocos iban a parar a la cárcel. Mi exesposa y una de mis hermanas fueron secuestradas y llevadas a un centro clandestino de detención; fueron liberadas, no sin antes ser torturadas. Permanecí veinte meses encarcelado hasta ser expulsado a España.
¿Cómo fueron aquellos primeros años en el exilio?
Nada más llegar, me uní a organizaciones de solidaridad con Argentina y Latinoamérica, en general. Tuve también una participación activa en la puesta en marcha de organismos para denunciar la dictadura y acoger a los exiliados que iban llegando a Europa. Con la instauración de la democracia, hubo intensas movilizaciones. En Argentina, se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que presentó el informe “Nunca Más”. Pero, al mismo tiempo, había una enorme presión por parte de los militares que reclamaban impunidad. Pese a ello, se logró condenar a Rafael Videla y a Emilio Massera a cadena perpetua, a otros dos a penas menores y cuatro militares fueron, increíblemente, absueltos. Lo que se pretendió con el Juicio a las Juntas fue seleccionar unas cabezas de turco. En todo caso, aquella sentencia estableció que la investigación de los crímenes cometidos por otros miembros de la Fuerza Armada o de la Policía era una tarea que debían desarrollar los juzgados territoriales y provinciales. Así se empezaron a instruir algunas causas, entre ellas, la de la ESMA y la del «Circuito Camps». En ese contexto, comenzaron los levantamientos militares de los llamados «carapintadas», que desembocaron en la Ley de Punto Final, promulgada el 24 de diciembre de 1986.
¿Qué supuso la Ley de Punto Final?
En contra de lo que popularmente se cree, no decía «aquí no se juzga a nadie más», sino que daba un plazo de dos meses para que los responsables de la dictadura fueran llamados a declarar. De no ser así, automáticamente quedarían exonerados de cualquier responsabilidad. Corría el mes de enero, verano en Argentina. Los tribunales en enero están cerrados, así que solo quedaba febrero como mes hábil. Aún así, hubo una avalancha de personas en los juzgados y muchos jueces llamaron a declarar a los señalados por su responsabilidad en la represión. Al Gobierno le salió mal aquella jugada. La Ley de Punto Final fracasó en sus principales objetivos. En Semana Santa de 1987, los militares se volvieron a acuartelar. En su saludo presidencial, Raúl Alfonsín deseó a una multitud estupefacta «felices Pascuas», apostillando que «la casa está en orden». Es entonces cuando se dictó la Ley de Obediencia Debida, según la cual solo podían ser investigados quienes habían impartido órdenes, no quienes las habían ejecutado. Los torturadores quedaron en libertad. En 1989, Carlos Menem juró el cargo como presidente en medio de una gran crisis económica y social, y con la promesa de que se iba a juzgar a los represores. Pero en cuanto asumió la Presidencia, indultó a los pocos que aún no habían sido indultados. El secuestro de menores quedó al margen de los indultos.
¿Cómo vivió desde el exilio la promulgación de ambas leyes y el indulto a los represores?
Parecía que habían ganado la partida. Lo paradójico es que fueron aprobadas por una amplia mayoría de la Cámara y, entre quienes las respaldaron con su voto, había diputados cuyos hijos estaban desaparecidos. Recuerdo a diputados con lágrimas en los ojos, mientras la firmaban en aras a «salvaguardar la democracia y evitar un nuevo golpe militar». Pero, de pronto, en 1995, se creó la organización HIJOS –contra la impunidad, contra el olvido y el silencio–, integrada en su mayoría por hijos de desaparecidos. En su presentación en público, uno de ellos remarcó que, si bien durante mucho tiempo se habían sentido avergonzados de sus padres, calificados de subversivos, ahora se sentían «orgullosos» de su militancia. Esa nueva generación provocó un cambio de paradigma, porque los años transcurridos entre 1985 y 1995 fueron los de una generación perdida. Esos diez años fueron de impunidad, olvido, desmemoria y criminalización de las víctimas. Para mí, esta secuencia de hechos guarda muchas similitudes con lo ocurrido en el Estado español con los nietos de los desaparecidos en el franquismo, que han empezado a cambiar la historia. Exigen saber el paradero de sus familiares para poder darles una sepultura digna, pero también porque se sienten orgullosos de su trayectoria vital.
Volviendo al caso argentino, el nacimiento de HIJOS y la declaración del excapitán de fragata Adolfo Scilingo, quien confesó su participación en los vuelos de la muerte e, incluso, explicó cómo los adormecían, provocaron un renacimiento de la lucha popular. En 1990, creamos en Madrid la sección argentina pro derechos humanos para luchar contra la impunidad. Una de las tareas era acoger a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, y a supervivientes de los centros clandestinos de detención en sus giras por Europa.
Así se llega a la causa abierta en la Audiencia Nacional española contra represores argentinos.
El 24 de marzo de 1996, con motivo del veinte aniversario del golpe militar, hubo movilizaciones masivas, especialmente en la Plaza de Mayo. Cuatro días después, el fiscal español Carlos Castresana interpuso la denuncia que dio origen a la causa que instruyó Baltasar Garzón. Primero declaramos las víctimas que estábamos en Madrid, luego lo hicieron los supervivientes exiliados en otros países europeos y, finalmente, hubo una auténtica procesión de personas que viajaron desde Argentina. Después de una ardua batalla, se habilitaron los consulados españoles para que las víctimas fueran a interponer sus denuncias. Exactamente lo mismo que está ocurriendo con las víctimas del franquismo. Aprendimos mucho de aquel proceso y de la justicia universal, cuya aplicación era incipiente. Para nuestra sorpresa, aquello fue adquiriendo cada vez una fuerza mayor, generando un profundo debate sobre si la denuncia debía abarcar solo a las víctimas españolas o a todas. Nosotros defendíamos la segunda opción, porque, si no, el procedimiento quedaría muy acotado y limitado a un grupo de personas, de asociaciones y de represores. Como con la querella del franquismo, defendimos su carácter universal, que debía abarcar a todas las víctimas independientemente de su nacionalidad y a todos los represores. Hubo una fuerte lucha de ideas porque, en aquel momento, parecía imposible que un juzgado extranjero pudiera investigar crímenes cometidos en otro país. El 25 de marzo de 1997, un día después del 21 aniversario, Garzón dictó la primera orden de detención internacional contra Leopoldo Galtiere. En Argentina se empezó a corear una consigna que aún se mantiene: «Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan, los iremos a buscar». Muchos de los militares que salieron de Argentina por temor a los primeros juicios y procedimientos judiciales tras la caída de la dictadura, emprendieron el camino de regreso cuando en Europa y en España empezaron las investigaciones. Garzón dictó 198 órdenes de detención y de extradición; no solo fueron denegadas, sino que el Gobierno de Menem promulgó un decreto para negar cualquier tipo de colaboración con la justicia española. Siendo ya presidente, Néstor Kirchner dijo «o los juzgamos aquí o los extraditamos a España».
Usted ha tenido un protagonismo activo en la lucha contra la impunidad en Argentina y en el Estado español respecto a los crímenes cometidos durante la Guerra del 36 y el franquismo. Afirma que el procedimiento abierto en la Audiencia Nacional española contra represores argentinos y el juicio a Scilingo fue un profundo aprendizaje para ustedes. La detención en Londres del dictador chileno Augusto Pinochet fue otro hito importante en la lucha por la verdad y a favor de la justicia universal.
Su detención supuso la entrada en una nueva era en la defensa de los derechos humanos. Augusto Pinochet representaba al Hitler de América Latina. Ni Baltasar Garzón mismo se creía que estaría detenido 503 días. Sin embargo, sucedió. En parte, por el prestigio que cobró este proceso. Scilingo fue el primer militar detenido tras los indultos, del mismo modo que «Billy el Niño» y Muñecas tuvieron que comparecer en una vista pública en la Audiencia Nacional española. Fueron los primeros responsables del franquismo en ser llamados a declarar por crímenes contra la humanidad. Son hitos muy importantes porque van generando confianza y modificando la realidad. La búsqueda de la justicia es interminable y por más que haya grandes logros siempre habrá muchas cosas pendientes, pero quebrar la idea de que estos crímenes pueden quedar impunes está al alcance de la mano.
A cada medida que tomó el Gobierno argentino para paralizar el proceso, redoblamos nuestra apuesta, lo mismo que hacemos ahora cuando el Gobierno español pone todos los obstáculos posibles para que la querella interpuesta en Argentina no prospere.
¿Cómo definiría el franquismo?
Para nosotros fue un genocidio que tuvo diferentes etapas. Una primera de exterminio de distintos grupos con el propósito de crear una sociedad nueva y de purgar los elementos que consideraban nocivos. De tal modo que se impuso el nacionalcatolicismo y efectivamente, crearon una nueva sociedad. Por eso, cuesta tanto acabar con la impunidad y se percibe el franquismo como un delito menor. ¿Por qué el Partido Socialista ha aceptado dejar esto en la impunidad? Se puede alegar que fue porque temían otro golpe militar, pero en el fondo fue porque naturalizaron una idea producto de la construcción de una sociedad en la que el «otro» está eliminado. Recomponer eso cuesta mucho, pero creemos que se puede lograr.
¿Qué les diría a quienes aún hoy siguen defendiendo la teoría de «los dos demonios»?
Muchas cosas. Es un argumento muy utilizado y, al mismo tiempo, siniestro. El represor te tortura, te mata, te castiga y tú, para crear un futuro luminoso, tienes que reconciliarte… ¡Pero difícil reconciliar lo que nunca estuvo conciliado! Con esa argumentación y ante la ausencia de una sanción, se está propiciando que los hechos se puedan repetir en el futuro. Si están seguros de que van a quedar impunes, se verán en situación de repetir los crímenes sin ningún problema. Además, se trata de restablecer un valor social, porque si no impartes justicia respecto a los crímenes más graves, ¿con qué legitimidad impartirás justicia en los casos de delitos menores? Nosotros queremos realzar el valor social de la justicia; la justicia entendida como un mundo en el cual sea deseable vivir. Lo otro es el mundo de la injusticia, de la impunidad. Si dejas impunes estos crímenes estás legitimando no solo violaciones futuras de los derechos humanos, sino que estás lanzando el mensaje de que son delitos menores; las víctimas de estos delitos tienen menos derechos que las de una estafa, por ejemplo, o de un asesinato común.
Además, si se traslada el mensaje de que ciertos hechos no se deben investigar porque irritan a alguien o reabren heridas, el valor de la supuesta democracia está degradado. Es también una cuestión de regeneración democrática y de sanidad mental de la sociedad. ¿Qué enseñanza perciben las nuevas generaciones que se crían sabiendo que en su país se han cometido matanzas de este tipo y que no han sido ni investigadas ni juzgadas? En el caso de Argentina, insisto, la guerrilla estaba prácticamente acabada cuando se dio el golpe de Estado. En cuanto al franquismo, uno de los demonios ya juzgó al otro; no solamente fusiló y asesinó al «otro» y enalteció a sus propias víctimas, dándoles prebendas, sino que este demonio dio un golpe militar contra un Gobierno legítimo. Lo que se está planteando es dejar en la impunidad a quien dio un golpe militar, a quienes provocaron un exterminio, y no hay justicia con quienes nunca la tuvieron. Pero, no nos vamos a meter ni siquiera en la discusión de si hubo o no dos demonios, si un bando cometió más crímenes que el otro. Los crímenes cometidos por los republicanos fueron juzgados, hubo consejos de guerra, fusilamientos públicos… ¿qué pasa con el demonio del franquismo? Sus máximos representantes pasaron de un salón a otro. Martín Villa es un ejemplo paradigmático. Fue ministro con el franquismo, ministro con la democracia, senador con el franquismo, senador con la democracia, consejero de grandes empresas... Manuel Fraga está considerado como uno de los «padres de la democracia». Para el desarrollo cultural y social de una sociedad, esto resulta nefasto. Es tremendo que miembros destacados del franquismo pasaran a la democracia y se les enaltezca. Muchos jóvenes no saben siquiera quién fue Franco. Naturalmente, desconocen quién fue la Pasionaria. Aquí, la lucha contra el fascismo hay que ocultarla, en vez de enorgullecerse de que tal pueblo luchó contra el fascismo. Esto, viéndolo como argentino, me llama poderosamente la atención, aunque lo entiendo, porque conozco el significado de la impunidad, del miedo… Este pueblo debe estar orgulloso de su historia y, sin embargo, se oculta. Buscar la justicia y la reparación para las víctimas es hacer que una sociedad se reconcilie con su mejor historia. No existimos ni como individuos ni como sociedad sin memoria. Si no ejercemos nuestra propia memoria a través de los mecanismos de verdad, justicia y reparación, la memoria que nos queda es la del represor.
¿Cuáles han sido los momentos más difíciles y felices a lo largo de estos tres años?
Muchos, aunque, en realidad, nunca he meditado sobre ello. Algunos fueron de gran desánimo, pero nunca de preocupación, porque sabemos que este es un camino con mucho zigzag. Tal vez uno de los más preocupantes y duros fue cuando la juez María Servini de Cubría archivó la causa; pensamos que ahí se acababa todo, o cuando se iban a realizar las videoconferencias; las víctimas fueron al consulado argentino y, ante la queja del Gobierno español, se tuvieron que volver a casa. Sentimos una frustración e indignación tremenda. Pero los momentos malos se han revertido. Así como el archivo de la causa fue un momento de mucha desazón, lo fue de mucha alegría cuando se reactivó; así como fue un momento de mucha bronca, indignación y tristeza cuando estas personas tuvieron que volver a su casa sin declarar, fue un momento extraordinario cuando pudieron declarar. La foto del acto de presentación de la querella, que contó con la presencia de destacadas madres y abuelas de Plaza de Mayo, fue otros de los grandes momentos, porque sentimos que la historia empezada a cambiar. Vivimos un ambiente de gran euforia. Ver comparecer a Muñecas y «Billy el Niño», que tuvieron que dar la cara ante un tribunal, fue igualmente importante.